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La dinastía

Miguel Roig

El diputado Alberto Garzón describió la dinastía política como un relato que se visualiza con la decisión personal de José María Aznar de elegir como su sucesor directo a Mariano Rajoy, pero con la perspectiva de que el propio Aznar fue designado por Manuel Fraga y este, a su vez, elegido un día por Francisco Franco. Así se perfila un entramado social que a simple vista tiene como referente a la Corona pero que estructura y justifica a las diferentes dinastías, ya que no solo hay una política que se agote en la versión original -de Franco a Rajoy-. Como lo demuestra la familia Pujol, la cual articula el poder catalán con un raro artefacto que vertebra el independentismo, la doctrina neoliberal y los negocios de la saga.

Se hacen visibles además, a simple vista, una dinastía obvia, que es la de la Iglesia, con una actividad indisolublemente ligada al devenir cotidiano y otra que es la empresa familiar. Hace unos días, una fotografía reunía a la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, la vicepresidenta Sáez de Santamaría, el cardenal Antonio Rouco Varela, la reina Sofía y el empresario Juan Miguel Villar Mir, en la inauguración de una exposición de arte eclesiástico en Madrid.

Juan Manuel Villar Mir, marqués de Villar Mir, fue ministro de Hacienda del primer Gobierno del rey Juan Carlos presidido por Carlos Arias Navarro. Villar Mir, al igual que la familia Entrecanales o la familia Botín, entre otras, tiene una trama empresarial estructurada a través del núcleo familiar y todo está dispuesto para que su hijo Juan Villar Mir de Fuentes se haga cargo del holding familiar y, por ende, de OHL. La empresa OHL es una de las que participan en la construcción del AVE de Medina a La Meca, un acuerdo en que participó activamente el rey Juan Carlos.

Este relato, el dinástico, como tantos otros remite a Luis Berlanga y hace pensar en La escopeta nacional, pero también se puede entender desde la perspectiva de El verdugo, película en la que el mismo director describe con cruel sarcasmo cómo es posible incluir en un núcleo cerrado de relaciones el sistema dinástico y de cómo un hombre de clase media, en aparente lejanía del poder, puede traspasar a su yerno el trabajo de liquidador de vidas. Y también recuerda a Alberto Greco, un artista plástico argentino que residió en Madrid en los sesenta y que fundó la corriente Vivo-Dito que atribuía al artista la condición de señalar los sitios u objetos que constituían un hecho artístico: de ese modo, Greco, señalaba con el dedo a un policía o una campesina de Segovia y dibuja alrededor de ellos un círculo de tiza.

La historia del pequeño Nicolás viene a reforzar el entramado de las sagas familiares y políticas y sus vasos comunicantes. El Gran Wyoming lo ha comparado con la niña de Rajoy, la pequeña a la cual se dirigía el entonces candidato presidencial al cierre de un debate con el expresidente Rodríguez Zapatero. Sostiene Wyoming, con acierto, que la niña resultó ser niño y representa a la figura del emprendedor que tanto se alienta desde el Gobierno –una narración fallida, por cierto, a través de la que se intenta opacar la incapacidad de esta administración de generar empleo.

Pero el pequeño Nicolás pareciera ser una suerte de Julien Sorel, el personaje de Stendhal, que asciende socialmente a través de una pulsión desmedida por el poder a través de toda suerte de imposturas. Su relato se hace interesante cuando se envuelve en misterio –he aquí una verdadera narración–, aparece en todos los foros (hay imágenes con el expresidente Aznar, la alcaldesa Botella, un selfie con el empresario Arturo Fernández, y, por supuesto, saludando a los reyes) y su filiación es difusa, pero no en vano se le atribuye un parentesco familiar con el círculo de poder, la zona alta que Pablo Iglesias señala como el lugar donde se hacen los negocios y nos remite al avión de Florentino Pérez en el aire, lleno de políticos. Por cierto, con su acercamiento en Estrasburgo al papa Francisco, Iglesias también parece pedir un lugar en el cielo.

Más que a la niña de Rajoy o Julien Sorel, quizás el relato del pequeño Nicolás está mucho más cerca del personaje de Saint-Exupéry. Un principito es una figura que simbólicamente describe el rol social del pequeño Nicolás y aquello de que lo esencial es invisible a los ojos nos pone, de manera paradójica, ante la visión de la dinastía cuyo significante es visible, aunque es necesario mirar en su interior para comprender su significado. El principito dibujó un sombrero pero no era un sombrero como explicó después: era una boa digiriendo un elefante.

El pequeño Nicolás va tocado con ese mismo sombrero, el que cubre la cabeza de la dinastía. El problema, entonces, es seguir viendo nada más que un sombrero.

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