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No es el humor, es la democracia

Manifestación contra la Ley Mordaza convocada por las Marchas por la Dignidad. EFE

Darío Adanti

Ya nos hemos acostumbrado a escuchar la palabra fascista como arma arrojadiza contra quien no piensa como uno. Y no es algo exclusivo de los políticos, vemos en redes sociales cómo la palabra fascista se arroja como descalificativo con una naturalidad que espanta. Estamos vaciando la palabra de su verdadero sentido. El fascismo es matón, es criminal, es autoritario y atenta contra los derechos y libertades, se ceba con los débiles, no acepta pactos de convivencia y atenta contra los derechos humanos.

Sin embargo, a pesar de esta utilización banal y recurrente de la palabra, el fascismo existe, siempre ha estado ahí y ahora ha salido del armario.

Y no sólo en España, lo vemos en otros países democráticos. Está pasando en Europa, el continente que más sangre ha derramado por culpa del fascismo. Es algo grave, de orden público: se incrementan los crímenes machistas, las agresiones a las mujeres, a los gays, las lesbianas, transexuales, extranjeros y, ahora, también, a cómicos y representantes de la cultura.

No cabe ante esta situación la recurrente pregunta de los límites del humor. Si es o no ofensivo el sketch de Dani Mateo o alguna de nuestras portadas es algo absolutamente irrelevante ante esto que está pasando.

Hace cuatro años, en diciembre de 2014, un mes antes del atentado terrorista a Charlie Hebdo, escribí un artículo llamado El humor es el primer muerto donde explicaba que el humor era como el pájaro en la mina, aquel que bajan los mineros a las profundidades de la tierra para medir los niveles de oxígeno. Un indicador, el de la sátira y el humor, de la respirabilidad general en términos democráticos.

Decía entonces que los niveles de oxígeno de la libertad de expresión estaban bajando, que había empezado una caza de todo humor que pudiera resultar ofensivo por diferentes motivos lo que demostraba nuestra escasa comprensión de la libertad de expresión.

Lo triste es que si entonces este pajarito, el del humor, empezaba a tener dificultades para respirar, podemos decir que hoy, cuatro años después, los niveles de oxígeno han bajado de forma tan alarmante que nuestro pajarito no logra inhalar aire sin intoxicarse al primer intento.

Y esto, lejos de ser algo que afecte exclusivamente al oficio del humor, es un síntoma claro de que estamos perdiendo ese oxígeno que es la libertad de expresión y que es la única libertad que nos garantiza la respirabilidad, en esta mina que es o puede ser nuestra democracia.

¿Por qué defendéis tanto el humor? Me dicen. ¿Es lo único que os importa? Nos han dicho reiteradas veces ante nuestra defensa pública de humores que ni siquiera nos gustan e, incluso, nos desagradan.

He aquí la respuesta:

No, no es el humor, es la democracia lo que está en juego cada vez que se alguien hace un boicot o judicializa un acto de ficción, sea cual fuera.

Claro que deberíamos poder juzgar el humor, o los humores, desde el punto de vista de la crítica cultural, ni más ni menos que como hacemos con el cine, la literatura, el arte, la poesía… Pero cuando la crítica al humor se ejerce desde una vocación censora que exige la desaparición forzosa -ya sea por medios judiciales o violencia- de aquello que nos ofende y molesta, se agrega una cucharada más -o tres o cuatro o cien- de anhídrido carbónico al ya enrarecido aire, el de la libertad de expresión, de esta mina nuestra, la democracia.

No porque no tengamos derecho a expresar nuestra indignación ante algo que nos moleste, eso también es libertad de expresión, sino porque el mismo derecho que nos otorga la libertad de expresión para expresar nuestro rechazo de ciertos tipos de humor -o de opiniones o creencias- ampara a aquel que expresa ese tipo de humor -u opinión o creencia- a expresar aquellos que nos ofende.

Y esto es muchísimo más peligroso que cualquier ley mordaza. Porque las leyes mordaza, con movilización, activismo, periodismo y política, se pueden echar abajo con tiempo y esfuerzo, pero si la ciudadanía no entiende la complejidad del derecho a la libertad de expresión y la incomodidad que este derecho exige gestionar, si no se enseña, se debate y se defiende, entonces la democracia pierde y le dejamos el campo abierto a lo peor que ha dado la especie humana, el fascismo en cualquiera de sus formas.

Y lo cierto es que la libertad de expresión, que más allá de códigos penales, leyes y constituciones es parte fundamental de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el artículo 19, para ser más precisos, contempla y protege la libertad de expresar ideas, creencias, opiniones y creaciones que puedan, también, resultar ofensivas.

Sí, es así, la Declaración Universal de Derechos Humanos nos da, a todos y todas, la libertad de ofender.

Esta libertad de ofender, obviamente, tiene un límite contemplado en dicho artículo 19, y es el siguiente: “nadie tiene derecho a importunar a otros por sus ideas y sus opiniones”.

Lo que esto significa, hablando en plata, es que todos tenemos derecho a hacer públicas nuestras opiniones pero esto no significa que el otro esté obligado a escucharnos.

Si no me gusta o me ofende algo de alguien, tengo pleno derecho a expresarlo, pero no a obligar al otro a escuchar lo que opino de él y mucho menos a coartar su derecho a expresar aquello que a mí me ofende.

De pronto hemos comprado definiciones generales que suenan progresistas y no son más que generalizaciones engañosas de conceptos complejos y ricos en matices.

Hoy parece muy humanista estar en contra del odio y la ofensa y, sin embargo, el odio y la ofensa no tienen por qué ser malos per se.

Por ejemplo: Odiar al fascismo, al nazismo, al machismo, a la homofobia y al racismo no es malo, por el contrario, es algo deseable en todo aquel que sea demócrata.

Y si dejáramos de expresar ideas porque pueden resultar ofensivas a los otros, estaríamos negándole a la sociedad el progreso.

Galileo fue ofensivo cuando defendió las teorías de Copérnico.

Los derechos del trabajador fueron ofensivos.

El feminismo y los derechos LGTBI fueron ofensivos y, lamentablemente, siguen siéndolo hoy para los sectores más reaccionarios. Los mismos que hoy, curiosamente, boicotean actos de humor con amenazas de violencia.

No se trata ya del humor, no es la comedia, no es Dani Mateo ni es Mongolia, es el tipo de sociedad en la que queremos vivir lo que está en juego. Es la libertad y la tolerancia o el miedo y la violencia.

Repito, no es el humor, es la democracia la que está en juego hoy en este in crescendo de censura hacia el humor ajeno. Por eso es importante defender la libertad de ofender en términos de ideas y ficción y en su respectivo contexto artístico y siempre que el otro no esté obligado a presenciar aquello que lo ofende.

Una antiguo blues del grupo argentino, Los redonditos de Ricota, decía: “La libertad no es fantástica, no es tormenta mental que da el prestigio loco, es mar gruesa y oscuridad”.

La libertad de expresión es mar gruesa y oscuridad. Y, o bien aprendemos y enseñamos a nadar en estas aguas oscuras y contradictorias gestionando nuestro propio sentimiento de agravio hacia la expresión ajena que nos ofende o, por el contrario, dejamos que nos ahoguen los fanáticos, los violentos y los intolerantes. Y aquí ya no es el humor el que se ahoga, se ahoga la democracia.

Defendamos la libertad de expresión, la libertad de creación y la libertad a expresar ideas que puedan resultar ofensivas.

Y dejémonos ya de hablar de los límites del humor y hablemos de los límites de la democracia, porque el límite de la democracia se llama fascismo.

Y por eso, desde Mongolia, actuaremos en Valencia, en la Rambleta, con plena seguridad para trabajadores, público y artistas.

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