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No voy a festejar la muerte de Videla

El exdictador Jorge Videla junto al exgeneral Luciano Menéndez

Raúl Argemí

Ha muerto Jorge Rafael Videla, la figura más representativa del terceto que tomó el poder para protagonizar la dictadura más sangrienta que sufrió Argentina a lo largo de su historia. He oído voces que dicen de festejar su muerte, hasta con una borrachera, que mañana será resaca.

Yo no festejaré su muerte. Prefiero dar algo de aliento a la memoria, tal vez para preguntarme qué festejan, y quiénes son los que festejan. Tal vez porque esas manifestaciones de alegría me hacen recordar las de los españoles tras la muerte de Francisco Franco. Franco murió en su cama, y sin que nadie lo llevara ante la justicia para que respondiera por miles de asesinados. Gente que después de la Guerra Civil se entregó, por la promesa de ser juzgados legal y equilibradamente. Gente que recibió por justicia un par de balazos y entierro, como perros, en alguna cuneta a la salida de su pueblo, donde todavía siguen sus huesos. Muchas veces me he preguntado qué festejaban los españoles con la muerte de Franco.

Poco antes de la muerte de Ernesto Sábato me tocó hablar de él en un encuentro de Casa América en Madrid. Recordé entonces que muchos le echaron siempre en cara haber concurrido a una cena con Videla. Sin justificar el acto de acudir a esa cena, recordé en Madrid –con Sábato a punto de cumplir 100 años— que fueron miles, millones, los argentinos que festejaron que Videla y compañía derrocaran a la entonces presidente de Argentina, Isabel Perón. Y señalé que lo hicieron con la complicidad de los partidos políticos. El congreso tenía herramientas constitucionales para destituir a Isabel Perón y llamar a elecciones. Ninguno de los grandes partidos quiso usar esos recursos, prefirieron, como en golpes de estado anteriores, que los militares se hicieran cargo del caos; que ya les tocaría a ellos su turno cuando las aguas se calmaran.

El tiempo que vino después nadie lo desconoce: campos clandestinos de tortura; robo de niños recién paridos, con la consecuente eliminación de la madre; prisioneros arrojados al mar, en la mejor tradición exterminadora de sus maestros, los militares franceses que actuaron en Argelia.

Y lo hicieron bajo el palio de la jerarquía eclesiástica católica, que además de bendecir el “baño de sangre necesario para redimir Argentina”, mantenían sacerdotes en los principales campos de concentración para fortalecer la fe de los torturadores que sufrían en su conciencia lo que estaban haciendo. Nombrar las pocas excepciones a esa conducta no precisa listas, sólo hubo dos o tres obispos que se mantuvieron críticos, y sus nombres permanecen en la memoria de los argentinos. Aún hoy no se ha conseguido que la Iglesia libere –o exponga, use la palabra que guste— a esos cómplices de su organización, para que testimonien lo que saben sobre los desaparecidos.

¿El genocidio fue necesario para terminar con una guerrilla rural que ya había sido derrotada un año antes del golpe, o de la guerrilla urbana, que duró menos que un suspiro, enfrentada al poder militar y sin arraigo entre el pueblo argentino?

La finalidad de la dictadura que encabezó Videla era imponer un cambio estructural económico, que ya había comenzado con Pinochet en Chile, que siguió con el gobierno elegido democráticamente de Carlos Menem, y que ahora se enseñorea de la economía europea: un capitalismo global y salvaje que se dio en llamar neoliberalismo.

Como en otras ocasiones, la usurpación de los poderes Ejecutivo y Legislativo no tuvo su reflejo en el Poder Judicial, que siguió adelante como si fuera posible una justicia igualitaria y libre en medio de una dictadura genocida. La evolución, como había sucedido con anteriores dictaduras, hizo que algunos funcionarios judiciales se convirtieran en soldados de Videla, sin uniforme. Cajonearon los habeas corpus por desaparición, miraron hacia otro lado ante las denuncias de torturas y asesinatos, dentro y fuera de las cárceles, clandestinas o legales, y hasta encubrieron casos de corrupción flagrante, en tanto sus protagonistas eran parte del gobierno.

No cuestiono su elección. Cada uno se enrola en el ejército que más le gusta, y trata de sobrevivir como las ratas se salvan. Por eso, luego, mientras sus “compañeros de armas” eran procesados por sus andanzas, ellos consiguieron eludir la justicia y, más, presentarse como defensores de la democracia desde siempre.

Cuando volvió la democracia, la posibilidad de elegir presidente por medio de las urnas, resultó ganador Raúl Ricardo Alfonsín. El eje ganador de su campaña fue instalar la idea que se llamó “de los dos demonios”. Algo así como: había una vez un grupito de gente muy mala a la cabeza de las fuerzas armadas, y había otro grupito de gente igualmente mala, en las guerrillas, que fueron responsables del genocidio y el desastre económico y político que hundió Argentina. La guerrilla igual a los genocidas, esos fueron los dos demonios. El resto, millones, eran inocentes, engañados, gente que no sabía qué sucedía, y que por lo tanto no tenía culpa de nada. La aceptación fue notable, porque borraba la mala conciencia de millones de argentinos, tanto de los que habían apoyado la dictadura como de los que estaban en contra, pero se sentían culpables de no haber actuado según les mandaba su conciencia.

Que haya muerto Videla no tiene relevancia. Era un hombre mayor, y lo suyo es una consecuencia de las estadísticas. Un hombre convencido de la necesidad de hacer lo que hizo, que nunca se mostró arrepentido. Según el refrán, muerto el perro se acabó la rabia. Pero no es verdad ni lo del perro ni lo de la rabia. No se acaban nunca. Especialmente cuando se centra el “pecado” de muchos en un par de responsables únicos.

Sí, la muerte de Videla, y por un problema simple de edad, permite el olvido de la responsabilidad de los muchos que contribuyeron, antes, durante y después, a que el genocidio sucediera.

No, no voy a festejar la muerte de Videla.

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