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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El impostor y la memoria democrática

Protesta frente a la Audiencia Nacional en mayo de 2014, cuando la jueza Servini tomó declaración a dos víctimas de la dictadura franquista junto al juez Fernando Andreu.

Alfons Aragoneses

Javier Cercas acaba de presentar su nueva obra titulada El impostor. El escritor reconstruye la historia real de Enric Marco, el impostor que se hizo pasar por deportado a los campos nazis, al mismo tiempo que hace un repaso devastador de lo que él llama “la industria de la memoria” en nuestro país y una crítica a su historia reciente. En las entrevistas en las que se ha prodigado ya lanzaba las ideas que sustentan el libro: “La memoria histórica no existe, solo existe la memoria individual”. “La memoria histórica se ha vuelto una industria”.

Cercas estudia el caso Marco y lo aprovecha magistralmente para cargar contra una determinada forma de construir lo que él nombra “la llamada memoria histórica”, aunque no queda claro si hace referencia a la memoria democrática o a una determinada forma de reconstruir la memoria histórica. En todo caso, acierta en la crítica a ciertas aproximaciones emocionales y sentimentaloides al pasado reciente que hacen más mal que bien a nuestra cultura democrática.

Cercas aprovecha el caso Marco porque los que debieron extraer lecciones de aquel escándalo no lo han hecho en los casi diez años pasados desde que estalló. Lo que pasó en 2005 fue una gran oportunidad para modernizar la cultura de la memoria en España, para sacarla del gheto de la clandestinidad y del empeño de algunas asociaciones de víctimas por patrimonializarla. Fue una gran ocasión para europeizar la cultura de la memoria en España, tan dañada por una dictadura que sí elaboró su propio relato: el de la Cruzada y el de los XXV Años de Paz, el de las culpas compartidas y los errores moralmente equivalentes de dictadura y República.

Cercas relata muy bien cómo se gestó el escándalo. Explica la entrada de Enric Marco en Amical y el ambiente dentro y fuera de la asociación, que permitió que el engaño triunfase. Explica también lo que sucedió después, cómo muchas asociaciones, en lugar de abrirse, continuaron cultivando una cultura cerrada, resistencialista y patrimonializadora de la memoria de las víctimas. En muchos casos, las personas al frente de estas asociaciones no detectaron la necesidad de cambio ni los errores cometidos. Tras el escándalo, continuó algo que también denuncia Cercas en el libro y que los que estudiamos la deportación hemos vivido: la sacralización del testigo, a la que añadiría la del familiar del testigo, y la aproximación acrítica y sentimental al pasado.

Por todo ello, la crítica de Cercas es oportuna y útil. Pero no para descartar la petición de políticas de memoria, sino por lo contrario. El relato del escritor y su análisis debiera ayudar a que, diez años después, se sustituya la concepción comercial de la memoria histórica por la defensa de la justicia, de la verdad, de la reparación y el desarrollo de una memoria democrática en nuestro país.

Porque la memoria colectiva, contra el parecer de Cercas, sí existe. O al menos existe de la misma manera que la memoria individual: como metáfora. Los neurólogos desconocen el mecanismo de lo que llamamos memoria. Ignoran todavía cómo funciona la transmisión de impulsos que permite hacer referencias a experiencias del pasado. La memoria del ser humano es por ello una metáfora referida a esos desconocidos mecanismos. Y al igual que el individuo hace referencias al pasado, también los sistemas sociales -la sociedad en su conjunto, la política o el derecho- construyen relatos que hacen referencias al pasado. Es lo que llamamos memoria histórica. La memoria democrática es la que reivindica la lucha antifascista y por las libertades. Desgraciadamente en España existe memoria histórica del Estado, mas todavía no tenemos memoria democrática o esta es muy precaria.

Y es que Cercas, tan crítico con el concepto, hizo mucho por construir una determinada manera de referenciar el pasado de la guerra civil con su primera novela: la que ve errores moralmente equivalentes y no ve las diferencias entre el gobierno legítimo de un Estado tocado de muerte por los golpistas y unos fascistas que tenían un programa de eliminación física del enemigo. En el nuevo libro el autor, en un imaginado (¿?) diálogo con Marco, reconoce que Soldados de Salamina jugó una función en lo que algunos llamamos hace años el “boom del Franquismo” o “historia en migajas del Franquismo”. Cercas, por tanto. participa de esa reconstrucción colectiva del pasado. O mejor dicho: participa de una determinada forma de reconstruir el pasado que hunde las raíces en los años sesenta, cuando Manuel Fraga y otros impulsaron la campaña de los “XXV Años de paz” que permitiría cambiar el discurso legitimador del régimen. Este discurso que todavía pervive es el de las culpas compartidas, el de la guerra entre hermanos en la que todos cometieron errores. Cercas participa de ella al equiparar moralmente al miliciano Miralles y al falangista Sánchez Mazas en su novela Soldados de Salamina.

Con su última obra, Cercas equipara todo el memorialismo a la industria de la memoria, aunque reivindica, sin llamarlas por su nombre, la necesidad de acabar con la vergüenza de los miles de cadáveres en las cunetas. Pero la memoria no es solamente Enric Marco y Amical de Mauthausen. De hecho, Cercas se refiere a esta organización como “la asociación de deportados”, cuando sabe perfectamente que es solamente una entre varias asociaciones de deportados, al lado de la FEDIP francesa o Triangle Blau o Amical Ravensbrück, escisiones estas últimas del Amical de Mauthausen. De hecho, el escritor cita solamente en una ocasión a una deportada, Neus Català, quien ya decía hace años lo que se descubrió en 2005: que Marco nunca había estado en un campo de concentración.

Cercas critica la sacralización del testigo, pero la propuesta que hace de sustituir testigo por historiador obvia que este último, por muy riguroso que sea, también está “inventando” el pasado desde sus anteojos culturales e ideológicos. Eso lo sabemos los que, como Cercas, vivimos y trabajamos en este momento en Cataluña.Además, pese a no ser sagrado, el testigo sí es necesario: como señalaba Ferriol Soria recientemente,el testigo, aunque no tiene la verdad, sí posee una de las verdades que, al lado de la histórica, la jurídica o la factual, también es importante a la hora de actualizar el relato del pasado.

Es necesario diferenciar entre esa llamada industria de la memoria -que en muchos casos ha intentado generar una cultura democrática que es muy precaria en España- de las demandas de derechos. Cuando se reclama reconocimiento y ayuda, también financiera, por parte de asociaciones o individuos, se están defendiendo derechos todavía vigentes y no realizados en nuestro Estado democrático de derecho. Eso hacían asociaciones y personas en los años setenta. Se dejó de hacer, dice Cercas, porque la vida en libertad hizo que se olvidasen estas reclamaciones. El escritor niega que hubiese un pacto de silencio, pero obvia el candado que entre 1981 y 1982 se echó en España para evitar la profundización en la joven democracia. Al cerrarse la vía de la justicia, la verdad y la reparación, se evitó que el incipiente discurso de la memoria democrática sustituyese al de los XXV Años de Paz.

Lo que Margalida Capellà llamó “la revuelta de los nietos” hizo resurgir la reivindicación memorialística veinte años después. Eso sin duda ha generado excesos o incluso falsedades como las de Marco, lo que hace que la denuncia de Cercas sea justa y pueda ser utilísima para separar el grano de la paja y conseguir desenmascarar no solamente a los Enric Marco que puedan seguir viviendo, sino también la impostura de unas elites españolas que, como Rodolfo Martín Villa, se inventaron en los años setenta y ochenta un pasado de liberales y demócratas de toda la vida. También la mentira de un Estado español que ahora pretende rescatar un falso pasado de país ajeno a la Segunda Guerra Mundial y salvador de judíos.

En resumen, me atrevería a decir que la crítica de Cercas a la industria de la memoria debe ser utilizada, pero precisamente para defender con más ahínco una memoria democrática en nuestro país. Porque, como la realidad se empeña en recordarnos constantemente, sin memoria democrática no puede haber una verdadera, moderna y europea cultura democrática. La alternativa es seguir con la inercia de la memoria histórica que comenzó a elaborarse en los sesenta, que continuó en los ochenta y que ahora esgrimen los defensores del pacto de 1978. Esa alternativa es la que continúa manteniendo miles de cadáveres en las cunetas y defendiendo a los franquistas que la justicia argentina reclama y que aquí dan lecciones de democracia.

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