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Ramón Casas, el arte de agradar

Catalineta (1898) Óleo sobre tela.

J.M. Costa

Los miércoles deben ser día de visitas colegiales. Y también del Imserso. Ese era el numeroso público que llenaba la amplia exposición dedicada a Ramón Casas (1866-1932) que se estrenó el año pasado en Barcelona y que ahora recala en el Caixaforum de Madrid. Es normal, Casas representa el último estilo de pintura figurativa con pretensiones realistas que conocemos. Pintura luego prolongada con acentos mucho más clásicos y épicos en todos los totalitarismos, así como en numerosos realistas menores que llegan hasta nuestros días y aún nos explican lo complicado de pintar un membrillo.

Casas es un pintor representativo de un estilo internacional ecléctico y sin nombre que había evolucionado hacia finales del XIX hacia una pintura que no era ni muy vanguardista ni muy clasicista. Una pintura que no trataba los grandes hechos históricos o militares nacionales en una época marcada por el nacionalismo y el imperialismo. Apenas se ven temas religiosos y muy raras veces retratos de tipo oficial, como los que rememoran a ministros, generales o parlamentarios notables.

Esos pintores no aceptaron el principio de desestructuración del impresionismo y por supuesto nada más alejado de ellos que las aventuras geométricas de Cezanne o los planos de color de Gauguin. De todo lo cual estaban perfectamente enterados y que utilizaban cuando les venía bien. Además, todos ellos confluyeron en París, pintores que en aquella vorágine buscaban el equilibrio entre tanto desgarro estilístico. Un “justo término medio” que, bien mirado, es uno de los santos y señas del sistema ideológico burgués, ya en el poder.

Los pintores de esa época eran verdaderamente internacionales. Sus miembros más destacados solían ser brillantes y dotados de una gran técnica. Se supone que el maestro precursor sería el americano James McNeill Whistler (1834-1903) con cuadros como Sinfonía en blanco Nº 2 (1864), aunque el mismo Whistler recorriera un camino que le conduciría muy cerca de la abstracción en cuadros como Nocturno Negro y Oro: La rueda de fuego (1875).

El gran representante de ese estilo internacional sería el americano-británico John Singer Sargent (1856-1925), pero en Alemania estaba Max Liebermann (1847-1935), en Noruega Peder Severin Krøyer (1861-1909), en Rumanía Nicolae Grigerescu (1838-1907), en Suecia Anders Zorn (1860-1920)... Casi en cada país podemos encontrar uno. En España el más famoso sería Joaquín Sorolla (1863-1923), a quien el Thyssen le dedicó en el 2006-2007 una exposición contraponiéndole con Singer Sargent.

En gran medida son pintores casi intercambiables. Sus temas son la playa, retratos de ambiente cotidiano, algún discreto desnudo, fábricas de la segunda revolución industrial, temas folclóricos (el nacionalismo en su aspecto menos épico), arquitecturas urbanas o rurales poco o nada monumentales.

La técnica también es semejante y parece emular el virtuosismo velazqueño, donde las pinceladas siempre pueden distinguirse pero no tienen mayor vocación expresiva. Se da también una cierta querencia hacia la idea de la instantánea, que podría considerarse tomada de Caravaggio si en esos finales del siglo XIX Caravaggio hubiera sido reconocido, lo que no sucedió hasta bien entrado el siglo XX. De modo que ese tratamiento del momento vivo en el que no interviene el artista más que como testigo, algo que también ocupó a los impresionistas, tal vez tenga su origen en la fotografía, que ya contaba unos cincuenta años y para entonces había desarrollado la idea del instante decisivo, tal como la expresaría Henri Cartier Bresson.

Casas frente a Picasso

Es curioso, porque, sin ser un movimiento, aunque se le incluya en un modernismo genérico, fue el último movimiento realista en la figuración. ¿Quien sustituiría a Casas en Barcelona, al menos en cuanto a prestigio e interés critico? Pablo Ruiz Picasso. El pluriprovincial Picasso era más joven que Casas, pero apenas quince años, en puridad ni siquiera puede hablarse de otra generación. De hecho Casas y Picasso se conocieron y el primero incluso realizó un retrato de la joven promesa cuando solo tenia 19 años. Para entonces Picasso, con obras primerizas realistas y algo melodramáticas como Ciencia y Caridad, había comenzado a frecuentar Els Quatre Gats, trasunto barcelonés del Chat Noir parisino, alguno de cuyos carteles había diseñado Casas. Solo un año más tarde, en 1901, Picasso sorprendía a la escena modernista barcelonesa con Mujer en Azul, comienzo de sus épocas azul y rosa que le separaban como si fuera un tajo brutal de cuanto representaba Casas. No obstante, Picasso siempre respetó al este último, hay algo de profunda honestidad en su trabajo: su burguesismo tampoco se tradujo en cultivar vínculos demasiado cercanos con el poder.

En el catálogo y en la misma exposición La modernidad anhelada, comisariada por Ignasi Domènech y Francesc Quílez, se valora mucho la bohemia de Casas y de su inseparable amigo Santiago Rusiñol (1861-1931). Bohemia parisina en torno al cafés como el Chat Noir y bailes en Montmatre como el Moulin de la Gallette lanzado a la fama por los impresionistas y junto al que vivieron ambos.

La realidad es que, aunque sus estancias en Paris dejaran cuadros excelente como Baile en el Moulin de la Galette (1890-91), la suya fue una bohemia bastante acomodada, como hijo que era de un indiano con fortuna. Esos años fueron extremadamente formativos, no cabe duda y le sirvieron para intimar con personajes tan importantes como el compositor Erik Satie, este sí un bohemio de no tener nada para llevarse a la boca.

De regreso a Barcelona se supone que Casas se aburguesó y se convirtió en un bon vivant. Pero caben serias dudas sobre que eso fuera una transformación. Sencillamente, en Paris Casas era joven y estaba libre de cualquier atadura en unos momentos muy excitantes, lo normal es que buscara, investigara y se lo pasara bien.

Al margen de las vanguardias

En su regreso se ve a un Casas criticado, pero en realidad muy interesante. Precisamente por situarse al margen de lo que ya sería el discurso continuamente rompedor e innovador de esas vanguardias que atraerían toda la atención desde principios de siglo hasta casi nuestros días.

Para empezar Casas, con menos pretensiones intelectuales que Rusiñol, escritor y dramaturgo además de pintor, no tuvo el menor empacho en fijarse en lo popular-folclórico. Y ello desde un punto de vista tan español como para hacerle sospechoso al pensamiento nacionalista catalán. Pintó y aquí se ven, bastantes cuadros de corridas de toros, tan poco dramáticos como el resto de su obra: naipes; carteles para Els Quatre Gats, fiestas o anticuarios; retratos de mujeres presuntamente pupulares identificadas como chulas y, muy importante, varios carteles para Anís del Mono que figuran de siempre en la historia del grafismo español y le hicieron enormemente famoso, aunque la mayoría de quienes vieran esos carteles por la calle seguramente no supieran quien era su autor.

Aunque Casas no fuera un pintor historicista en el sentido de los Madrazo o Pradilla, sí que se acercó a acontecimientos de su tiempo. Solo que en Alfonso XIII inaugurando las regatas de 1888, el rey no aparece por ninguna parte y lo que vemos son dos guardias civiles a caballo tras los cuales se encuentra la multitud. Para retratar la cual Casas utiliza técnicas básicas del impresionismo. Y su cuadro La carga (1899), el mayor en tamaño de su producción con casi 3 X 4,7 metros, es de aquellos que surgen siempre que se ilustran las tensiones sociales de principios del siglo XX.

Al mismo tiempo aparecen retratos femeninos que con el tiempo se irían haciendo más hieráticos y formularios, en la misma medida que Casas pasó a figurar como un pintor del ayer. Esto significa que esta exposición, amplia como es, comprende obras realizadas como muy tarde en 1910, aunque Casas siguiera pintando y exponiendo otras dos décadas. Una sala dedicada a su pintura tardía no habría hecho daño y podría haber ayudado a entender mejor al personaje y su obra.

Arrojados de la historia aceptada de la pintura, ese largo hilo de las vanguardias, Casas, Rusiñol o Sorolla no solo es que sigan constituyendo el imaginario más común de lo que es la buena pintura, es que se cotizan muy decentemente.

Esto tampoco tiene mucha importancia, pero supone un pequeño triunfo para un tipo de pintura inequívocamente burguesa sin por ello venderse a los poderes institucionales.

Da la impresión de que Ramón Casas quería hacer una pintura interesante pero amable. Que buscaba complacer, más que conmover. Con un tipo de pintura que incluso hoy mantiene un gran caudal subterráneo y debe responder a algún tipo de necesidad. Razones ideológicas, sociales, psicológicas... Si no otra cosa, La modernidad anhelada da que pensar.

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