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'Monkey Island': 25 años de secretos

The Secret of Monkey Island

John Tones

Grumpy Gamer -nombre de guerra del insobornable Ron Gilbert, uno de los creadores del mítico videojuego The secret of Monkey Island-, lo anunció en su blog: la legendaria aventura de piratas, grog, batallas de insultos e imposibles recetas de vudú, ha cumplido 25 años. No es del todo exacto y depende la fecha que se tome como referencia: salió a la venta en EEUU en octubre de 1990 en su versión en disquette, con una edición posterior en más formatos ya en CD-ROM, en 1992. Pero Gilbert afirma que los discos fueron dados por finiquitados y enviados a LucasArts, editora del juego, un 2 de septiembre de 1990. Por tanto, es buena fecha para fijar un cumpleaños.

Antes de eso, el juego pasó por dos semanas de testeo intensivo para detectabar bugs y errores de programación. Tras localizarlos, se decidía si valía la pena corregirlos o no. Ese valer la pena, afirma Gilbert, era el resultado de poner en la balanza una serie de factores: por una parte, cómo de difícil era corregirlo (había que hacer nuevas copias para todos los testeadores y reinstalarlo en sus ordenadores, una acción muy lenta y delicada por entonces); por otra parte, había que sopesar si las correcciones generarían nuevos bugs, con lo que el remedio sería peor que la enfermedad.

Decididamente, eran otros tiempos: contemplar la imagen de los cuatro disquettes de tres y medio (HD, eso sí) donde se guardaba Monkey Island Source, la versión completa y final del programa, nos envía de un puñetazo a una era de los videojuegos muy distinta a la actual. Una en la que aún quedaban muchas cosas por inventar. Y Monkey Island, especialmente sus dos primeras entregas, con todo el trabajo que hizo LucasArts consagrando sus esfuerzos al género de las aventuras gráficas, inventó muchas de ellas.

Cosas de piratas

Guybrush Threephood quiere ser pirata. Para ello llega a Mêlée Island™ con la intención de curtirse como asaltador de galeones y ladrón de tesoros. Para ello tendrá que superar tres pruebas: vencer al mejor espadachín de la isla, encontrar un tesoro enterrado y robar un ídolo de la mansión de la gobernadora. En su periplo oirá hablar del pirata fantasma LeChuck y conocerá a sacerdotisas vudú, compañeros de expedición, vendedores de barcos usados y a la propia gobernadora.

Ese era el punto de partida, claramente paródico e inspirado, entre otras muchas cosas, en la mítica atracción de Disneyland Piratas del Caribe (lo que derrumba uno de los mitos más extendidos sobre el juego: no es que las películas de Piratas del Caribe se inspiren en Monkey Island, es que Monkey Island roba ambientación y tono a la atracción en la que se basan oficialmente las películas protagonizadas por Johnny Depp). También había algo de En costas extrañas de Tim Powers, el sensacional libro de magia y piratería que inspiró a Gilbert a incluir el elemento del vudú y los fantasmas en la trama.

Desde sus primeros compases, piratas y humor rondaban la cabeza de Gilbert, que acababa de terminar otro juego fundacional y humorístico, Zak McKracken and the Alien Mindbenders (1988). Se trataba de un juego mucho más sencillo que Monkey Island: pese a su carácter histórico (era el segundo juego en emplear el mítico motor sobre el que se escribían las aventuras de LucasArts, SCUMM, tras Maniac Mansion), se programó originalmente para Commodore 64, un ordenador personal de 8 bits cuya potencia habría sido incapaz de hacer correr Monkey Island.

Mientras programaba el extraordinario Indiana Jones and the Last Crusade: The Graphic Adventure (1989), Gilbert fue matizando las ideas originales de su proyecto de piratas. Por ejemplo, los protagonistas iban a ser originariamente LeChuck y Elaine, pero pronto hizo su aparición el encantador Guybrush. Gilbert pensó que un aspirante novato a pirata ayudaría al jugador a introducirse en la historia. El título de trabajo del proyecto, una vez acabaron con Indy, fue Mutiny on Monkey Island.

Gilbert escribió el guion con la ayuda de Tim Schafer y Dave Grossman -más alguna ayuda ocasional e inesperada, como la del escritor de ciencia-ficción Orson Scott Card-. En inacabables brainstormings de chistes malos y parodias de la vida pirata surgieron ideas que han acabado caracterizando el tono y la atmósfera de Monkey Island, como que el jugador no sepa hasta el final que El Gobernador (en inglés, The Governor no tiene género) es en realidad una mujer, Elaine. El nombre surgió a partir de un desternillante guiño cinéfilo: Guybrush entra en la iglesia donde Elaine está a punto de casarse con LeChuck, y una de las opciones que da el juego es gritar “¡Elaine!”, en una escena copiada de El Graduado. Gilbert contaba en su blog que “me gustó el chiste, así que le dimos ese nombre. En el diseño original, Elaine era una gobernadora mucho más despiadada, pero acabó suavizándose y convirtiéndose en un objetivo amoroso para el protagonista según el proyecto fue avanzando”.

El humor de Monkey Island es, sin duda, una de las características por las que ha pasado a la historia. Como los Monty Python, de cuya herencia el juego bebe ininterrumpidamente, el absurdo, la parodia a múltiples bandas y el disparate puro y duro están presentes. Y lo que es más importante -y en eso también coincide con los maestros británicos-, sigue hoy tan fresco como entonces. La curiosa mezcolanza de tonos y chistes fue fruto de la mezcolanza de personalidades de Gilbert, Schafer (que más adelante rubricaría varias obras maestras para LucasArts, como Day of the Tentacle, así como uno de los mejores juegos de la década pasada, Psychonauts) y Grossman (que además de participar en la primera secuela de Monkey Island y otros clásicos de LucasArts, acabaría reculando en el estudio Telltale, último bastión de las aventuras gráficas mainstream). Al parecer, Schafer y Grossman (más paródico y ruidoso el primero, más irónico y sutil el otro) se entendían bien, y se les asignaron distintos personajes y escenas según el tono que se requiriera en cada momento.

El resultado: momentos absolutamente deliciosos, como el justamente recordado duelo de insultos, que se le ocurrió a Gilbert viendo antiguas películas del género de Errol Flynn mientras buscaba inspiración para el juego: “Una cosa que siempre me llamó la atención fue que durante las peleas se insultaban sin parar. Sabía que necesitábamos peleas con espadas en el juego -se trataba de un juego de piratas, después de todo-, pero no quería introducir elementos de acción en la mecánica, y las viejas películas de piratas me proporcionaron la solución perfecta”. Un diálogo tan agresivo que sirve de combate: no solo es un posicionamiento con respecto a los demás juegos de acción de la época (cuya violencia, en los primeros tiempos de los PC, se dispararía hasta cotas nunca antes vistas debido a la llegada de las 3D y títulos como Doom), sino que permite crear diálogos hilarantes mientras se innova en la mecánica clásica de las aventuras, donde diálogos, exploración y puzzles solían estar compartimentados de forma artificial y estanca.

Eso es algo que hace estupendamente Monkey Island: usar el humor para subvertir las reglas de su género, la aventura gráfica. Se trataba de un estilo de juego que las compañías LucasArts y Sierra estaban logrando traer al gran público gracias a menús que facilitaban el desarrollo y lujosos gráficos que alejaban las videoaventuras de su forma primigenia, las áridas aventuras de texto en las que, en entornos sin gráficos, los jugadores tenían que comunicarse con el ordenador tecleando las órdenes a seguir. La subversión del género a través del humor que ensayaba Monkey Island llegaba a veces en forma de ruptura de la cuarta pared: uno de los chistes más recordados del juego, y que solo experimentaron los jugadores que probaron la versión original, la voluminosa edición de PC para tarjeta gráfica EGA, pedía al jugador insertar el disco 22, el 36 y el 114 para poder entrar en las catacumbas. Por supuesto, muchos jugadores poco avisados aún de cómo se las gastaban Gilbert y los suyos pensaron que les faltaban (¡aún más!) discos; la centralita de atención al cliente de LucasArts se colapsó de tal manera que el chiste se eliminó de la versión VGA y posteriores, pero se hizo un guiño a los sufridos jugadores en la secuela del juego, donde se podía llamar... a atención al cliente de LucasArts.

Pero dejando de lado las salidas de tono, todos los elementos de la aventura gráfica típica están aquí: por ejemplo, la búsqueda de ingredientes para una receta, núcleo de tantos y tantos juegos de rol, es aquí una delirante epopeya en busca de los elementos más dispares e inconexos entre sí. Tan inconexos y ridículos como en cualquier videojuego, pero Monkey Island, y por eso no tardó en ganarse el cariño de los jugadores, lo sabía y reconocía perfectamente. Pero todo ello sin descuidar, por descontado, que los propios puzzles, exploraciones y búsqueda de objetos tuvieran valor jugable por sí mismos. Es decir, Monkey Island era un juego sólido, excelente como aventura gráfica: era el humor lo que lo catapultaba muy lejos de sus competidores.

Pelear como una vaca

Además del subtexto humorístico que dio un toque único a Monkey Island, el juego de Ron Gilbert revolucionó las mecánicas clásicas de los juegos de aventura. Una de sus características más recordadas es la imposibilidad de morir, algo que por una parte era una reacción radical al género por entonces, donde cualquier error por parte del jugador (desde responder mal un acertijo hasta tomar la dirección incorrecta en un laberinto) conducía a una muerte cierta (Monkey Island, de hecho, dedica un puyazo a los durísimos juegos de Sierra, cuya pantalla de Game Over era parodiada con el gag del árbol de goma). Pero por otro lado, esa imposibilidad de morir era la legitimación del tono ligero de su guión: el humor no solo es una pose, es una filosofía. Finalmente, también era una invitación a explorar y experimentar: no pasa nada si te caes al mar o alguien te amenaza de muerte, parece decir Monkey Island. Lo más grave que te vas a encontrar ahí es un buen chiste.

Esta libertad total para explorar y experimentar -ese poder toquetearlo todo que tiene mucho de juego infantil, y en cierto sentido puede decirse que Monkey Island es un regreso a la inocencia infantil de los primeros pasos del género- es lo que permitió, paradójicamente, que el juego pudiera apretar las tuercas a los jugadores en términos de dificultad. Ya que hay múltiples formas de interactuar con los escenarios y no hay que tener miedo a ninguna porque no se puede morir, Gilbert y los suyos se permiten esconder soluciones a puzzles u objetos que hay que encontrar en espacios reducidísimos, algo que solo es posible con la estética pixelada clásica, y no con el realista, pero tosco y poco preciso grafismo actual con polígonos. Es lo que Gilbert llama hot spot (punto caliente), y como él mismo señala en su blog “por entonces incluso se consideraba algo bueno”.

The Secret of Monkey Island fue el quinto juego de Lucasfilm en usar el motor SCUMM, que nació con el fundacional Maniac Mansion. Esta es, por supuesto, una versión mejorada y muy similar a la vista en Indiana Jones and the Last Crusade: se mejoró el sistema de diálogos, esenciales en Monkey Island -y de ahí salió la mecánica del puzzle del duelo de insultos-. El juego también hizo avanzar el género en términos lógicos: por ejemplo, al clicar con el puntero sobre un personaje, se activaba automáticamente la opción de “hablar”, lo que tenía todo el sentido del mundo. Son esta serie de atajos lógicos los que convirtieron la aventura gráfica en un campo de juego de nuevo abierto para todos los públicos (pese a la extraordinaria dificultad de los puzzles), ya que el control no era un puzzle más: el jugador podía centrarse en la aventura pura y dura.

Monkey Island fue un prodigio técnico en su día (cuando las limitaciones de memoria aún era una cuestión que los programadores tenían que tener muy en cuenta, crearon un sistema que permitía generar de forma aleatoria un bosque, y que fuera distinto en cada partida), pero por lo que es realmente recordado hoy es por cómo decidió saltarse todas las convenciones e ideas preconcebidas sobre el género. Cuando sabemos que Guybrush puede aguantar diez minutos bajo el agua y, en efecto, si los dejamos pasar, se ahogará; o cuando Guybrush es encerrado una y otra vez por unos caníbales con cabeza de fruta en una cabaña y escapa en otras tantas ocasiones, solo para ver como la seguridad de la cabaña aumenta, en una escalada de mecánicas que se repiten y que inquieren al jugador si va a tener él más paciencia que los programadores.

Varias secuelas, un par de remakes y 25 años después, hay pocas esperanzas de que veamos concluir la trilogía original tal y como la concebía Gilbert. Salvo que a Disney (actual dueña de todas las antiguas propiedades de George Lucas, como sabemos), claro está, le dé por concederle ese deseo al creador de la franquicia. Pero, con secuela final o sin ella, el primer Monkey Island nos deja una enseñanza única: a base de chistes se pueden dinamitar todas las ideas preconcebidas que tengamos. Si lo aderezamos con unos cuantos insultos ingeniosos, claro.

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