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“Solo queremos que la paz no nos cueste la vida”

Fotografía de Jhon Jairo Rodríguez, el líder campesino asesinado a balazos el pasado 1 de noviembre.

Aitor Sáez

Cauca (Colombia) —

19 de octubre. 19.45. Dos hombres encapuchados paran en motocicleta en frente de la casa de Esneider González, en Corinto, quien se encontraba hablando con una vecina. La motocicleta se caló. Tardaron dos segundos en encenderla antes de dispararle cuatro veces. Tiempo que salvó la vida de Esneider.

“Empujé a mi vecina y me volteé hacia la puerta. Me alcanzaron dos disparos en la cabeza y uno en la espalda”, cuenta a eldiario.es el hombre de 35 años. Tres días antes en esa misma región, dos sicarios en motocicleta mataron a balazos a Yimer Chávez Rivera, en Sierra. Ambos eran defensores de derechos humanos en sus comunidades, en el departamento del Cauca, donde según organizaciones sociales se han producido 17 asesinatos en lo que va de año.

El Ministerio del Interior, basado en datos de la oficina de Derechos Humanos de la ONU, estima que en 2016 han muerto cerca de 60 líderes sociales, al menos una treintena han sufrido atentados y alrededor de 300 son víctimas de amenazas. Una ola de homicidios contra activistas que se ha intensificado en los últimos tres meses, desde la firma del primer acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, y que devuelve a Colombia la pesadilla de las masacres en las zonas rurales.

Esneider sobrevivió de milagro al ataque. “Me salía sangre de la boca, la nariz, la espalda. Mi esposa me decía que las heridas eran muy feas”, relata junto a su mujer, Maribel Lozano, abogada en formación y también defensora de derechos humanos. “Mi hija (6 años) se fue a una esquina de la cama, se tapó con una almohada y empezó a gritar '¡Mi papá no!', '¿Por qué a mi papá?'. Mi hijo, de 13 años, igual”, añade Maribel, quien se encontraba en la casa en el momento de los hechos.

El atentado ha marcado la vida de la familia, como narra Maribel: “Para mí fue muy traumático ver a mis hijos en shock. Cada vez que le veo las heridas, recuerdo a mi marido lleno de sangre. Ese temor no se borra”. La pareja, con sus dos hijos, tuvieron que abandonar su hogar en la ciudad de Corinto para esconderse en una vereda apartada.

“Nadie sabe dónde estamos, muchos creen que mi esposo falleció. En la zona donde estamos es difícil acceder. Casi no salimos al pueblo porque cada vez que se acerca alguien creo que me van a atacar, mis hijos tienen miedo. Mi hija no quiere volver”, explica la mujer de 38 años en la casa donde ahora viven en secreto.

Desplazados por el temor

Ellos mismos tuvieron que manejar sus propias medidas de protección, pues las autoridades, según su experiencia, no han hecho nada al respecto. “Me trasladaron a un hospital de Cali, custodiado por la Policía, y a los dos días me sacaron por temor a que me rematarán allí (…) Me dieron un chaleco antibalas y un botón de pánico y me mandaron para casa. Lógicamente nunca volvimos”, afirma Esneider.

“Ni siquiera han hecho un estudio sobre la posibilidad de regresar a nuestro hogar. Tampoco nos han dado respuestas sobre la investigación, la archivaron y ya”, se queja Maribel, quien desconfía de las fuerzas de seguridad y lamenta la falta de garantías para los defensores de derechos humanos, tal y como se estableció en los acuerdos de paz alcanzados en La Habana.

Esneider pertenece a una asociación agraria de su localidad. Fue una pieza clave en la investigación por el asesinato a machetazos el 8 de setiembre de Cecilia Coicue, líder indígena de la misma región, al hallar una chaqueta con su sangre. Maribel es integrante de la Red de Derechos Humanos del Suroccidente 'Francisco Isaías Cifuentes'. Un mes antes había denunciado la presencia en el municipio de bandas de narcotraficantes. Recibió entonces una amenaza telefónica.

Esneider, Maribel y Cecilia tenían algo en común: eran integrantes de Marcha Patriótica, movimiento político de izquierdas que los sectores más conservadores han vinculado a las FARC. La organización ha denunciado el asesinato de más de 120 militantes desde su fundación en 2012. Alrededor de una veintena desde el pasado agosto. “Solo queremos que la paz no nos cueste la vida”, zanja Maribel.

A una hora de la vereda donde se resguarda la pareja, en la carretera entre Caloto y El Palo, fue asesinado el pasado 1 de noviembre Jhon Jairo Rodríguez, otro líder campesino ligado a Marcha Patriótica. Encontraron su cuerpo con tres disparos de bala en la cuneta al lado de su motocicleta.

“Salió de casa y al poco rato nos llamaron que había sufrido un accidente. Cuando llegamos, vimos que no era un accidente”, cuenta a este diario su hermana, Noralba Rodríguez. Todavía sigue traumatizada: “Yo vivía en Caloto y me vine para acá, porque solo el viaje, pasar por donde lo mataron, era un temor. Nos vamos a dormir y al escuchar la puerta no abrimos, nos da miedo”.

Las pertenencias del joven de 34 años se acumulan en una de las camas. Su cuarto está desierto. “Sentimos un vacío enorme, él todo el tiempo nos hacía reír, nos apoyaba mucho. Era la compañía de mi madre y le ha dado muy duro, no deja de llorar”, asegura Noralba, secándose las lágrimas mientras se pregunta quién pudo querer matarlo. Las autoridades tampoco les han dado respuestas.

La amenaza del neoparamilitarismo

Marcha Patriótica y varias organizaciones sociales señalan a los paramilitares como autores de los asesinatos. “No hubo un proceso de desmonte del paramilitarismo como tal, lo que hubo fue un ejercicio prácticamente teatral, de desmonte de las cabezas de las principales estructuras”, asegura a este diario el portavoz de Marcha en el Cauca, Jonathan Centeno, sobre el proceso de desmovilización del paramilitarismo –unos 31.000 combatientes– a través de la polémica Ley de Justicia y Paz, aprobada en 2005 por el entonces presidente, el ultraderechista Álvaro Uribe, hoy máximo detractor del acuerdo de paz con la guerrilla.

Varias ONG, como Human Rights Watch, criticaron el proceso por conceder demasiada impunidad a los victimarios. Once años después de esa ley, con vigencia original hasta 2014, apenas se han aplicado 23.000 condenas de un universo de 312.000 delitos. La Fiscalía anunció recientemente que se necesitarán seis años más para cerrar ese capítulo judicial.

Los ex paramilitares se han reagrupado en los últimos dos años en clanes ligados al narcotráfico en casi un tercio de los municipios del país, según la Fundación Paz y Reconciliación, con un notable repunte de sus acciones armadas, especialmente en las zonas antes controladas por las FARC.

El retiro de la guerrilla “deja un vacío en sus sitios históricos donde actuaban imponiendo un 'orden'” en regiones con ausencia del Estado y donde predominan “economías ilegales, como cultivos ilícitos y minería ilegal”, indica la ONU.

El neoparamilitarismo utiliza a menudo las mismas prácticas y distintivo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el denominativo de los paramilitares. En varios municipios del país se han lanzado panfletos, cada vez con mayor frecuencia este año, con el sello de las AUC anunciando una “limpieza social”.

La escalada de la violencia en las zonas rurales recuerda a la persecución y masacre en los ochenta por parte de paramilitares de más de 3.000 integrantes de Unión Patriótica, el partido surgido de las FARC a raíz del acuerdo de paz con el Gobierno de Belisario Betancur.

“Operan de la misma forma. Primero amenazan con matar a todos los maleantes, prostitutas, drogadictos. Y con ese pretexto acaban por asesinar a personas de izquierda”, afirma Centeno, quien considera que “se baraja el mismo patrón motivado por intereses familiares, delincuenciales, amorosos”.

Necesidad de medidas urgentes

La comparación ha activado las alarmas entre los movimientos sociales, que reclaman acciones contundentes al Gobierno. “Para solucionar un problema, primero hay que reconocerlo. Y el Gobierno sigue negando la existencia del paramilitarismo. Así no se podrá resolver nada”, lamenta a este diario Deivin Hurtado, coordinador departamental del Cauca de la Red de DDHH Suroccidental. Las FARC han insistido durante los cuatro años de negociaciones en exigir al Gobierno el reconocimiento y combate contra el paramilitarismo.

El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, ordenó el pasado 22 de noviembre intensificar la implementación de las medidas del cese al fuego y acelerar la labor investigativa de la Fiscalía para esclarecer los hechos.

“Esta incertidumbre va aumentando los riesgos y por eso la urgencia de tomar las decisiones. Es urgente pasar a la siguiente fase: el agrupamiento de las FARC en las zonas veredales de transición (donde se producirá el desarme)”, anunció sobre la persecución a líderes sociales, que relacionó con el retraso en la dejación de armas de la guerrilla, después de paralizarse el proceso de desmovilización tras el rechazo al acuerdo de paz en el plebiscito del 2 de octubre.

El anuncio se produjo un día después de que Naciones Unidas expresara su preocupación por la oleada de asesinatos y exhortara al Gobierno a tomar “urgentemente medidas para evitar el recrudecimiento de la violencia, que socava la confianza en las perspectivas de una paz estable y duradera”.

El pasado 2 de diciembre la misión de la ONU en Colombia fue más lejos en sus advertencias y sugirió una articulación planeada de esos homicidios: “Los métodos de asesinatos y atentados manifiestan mayor grado de sofisticación para encubrir a los autores intelectuales”, reza el comunicado en que desvela que el 75% de las víctimas desarrollaban su actividad en el ámbito rural.

Un obstáculo para la implementación de la paz

La escalada de asesinatos contra adalides de la defensa de la paz en el terreno puede obstaculizar la implementación del nuevo Acuerdo de Paz firmado con las FARC el 24 de noviembre, tal y como admitió el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, en entrevista con 'La W Radio'.

En especial, debilita uno de los puntos clave: la reforma rural integral. “Los financiadores de los paramilitares siguen siendo grandes terratenientes que quieren continuar manteniendo las tierras que usufructuaron durante décadas por la fuerza”, denuncia Hurtado. Varios organismos, como la Organización de Estados Americanos (OEA), ya habían avisado sobre este riesgo. “En pleno proceso de construcción de paz, este fenómeno es preocupante, eso crea zozobra en el campo. Lo antes posible pedimos se esclarezcan las circunstancias en que esas muertes se dan”, asevera a este diario Rikard Nordgren, el subjefe de la misión de la OEA en Colombia.

Pese a las constantes advertencias, todavía no se han percibido avances en la prevención y persecución de estos casos. La fiscal de la Fiscalía 92 especializada en derechos humanos de Bogotá, Alba Nelly Agudelo, explica a este diario que en Popayán apenas hay una fiscal encargada de esas investigaciones, como la de Cecilia, Jhon Jairo y Esneider, entre otras. “Falta personal, como en todas partes”, afirma. Y reconoce que “al menos en la oficina central de Bogotá no han recibido nuevos recursos” desde el compromiso de Santos para reforzar la labor judicial.

Según fuentes de la Fiscalía consultadas por este diario, la oficina fiscal de derechos humanos de Popayán tan sólo cuenta con cuatro agentes del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI), la policía judicial. “Los cuatro son prestados, uno es de Cali, otro de Neiva y otros los comparten con otras unidades. Entonces la labor investigativa comienza a entorpecerse en primer lugar desde la falta de personal”. Y añade: “Los fiscales dictan órdenes y a los investigadores les da miedo ir solos a los lugares peligrosos, con toda la razón, entonces así se retrasan las diligencias”. Las víctimas tampoco confían en la eficiencia de la policía judicial. El pasado mayo detuvieron a ocho investigadores del CTI en Popayán acusados de haber desaparecido cocaína por valor de unos 300.000 euros después de incautarla.

En las ciudades que cruzamos para llegar a las veredas, los policías motorizados llevan casco y chaleco antibalas y el de atrás carga la pistola calibre 9mm apoyada en su rodilla. “Esto es una calentura”, “si nos descubren nos dejan el carro como un cenicero” o “aquí no me bajo que nos cosen a plomo” son algunas de las advertencias, a veces en un tono distendido, que repiten nuestros guías durante el camino.

En el trayecto de vuelta a Popayán tras finalizar las entrevistas nos sigue un jeep blanco en uno de los tramos. Sus ocupantes suben los cristales tintados al adelantarnos. Esperan en el semáforo. Al rebasarlos, nos paramos en la primera gasolinera. “Ellos no saben si vamos armados y vamos a afrentarlos. Hay que jugar con eso”, afirman ya nerviosos los acompañantes, acostumbrados a esas situaciones.

Ese mismo jeep blanco gira en el desvío antes de llegar a la gasolinera. Al retomar la carretera nos desviamos hacia Pasto, la dirección contraria, para hacer un cambio de sentido a los dos minutos y tomar la senda correcta. El temor diario para los defensores de la paz en Colombia.  

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