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Histórica condena al Plan Cóndor, el gran pacto del terror latinoamericano

15 represores fueron condenados por "asociación ilícita" por el Plan Cóndor y por su responsabilidad en la desaparición de un centenar de víctimas.

Natalia Chientaroli

Buenos Aires —

“Hay que aprender a resistir. Ni a irse ni a quedarse, a resistir, aunque es seguro que habrá más penas y olvido”, dice Juan Gelman, parafraseando al tango, en su poema Mi Buenos Aires querido. El inolvidable poeta no consiguió resistir lo suficiente –murió en 2014– para estar en Buenos Aires este viernes mientras un juez dejaba caer con voz firme la condena de 25 años de prisión para Juan Cordero Piacentini, responsable del secuestro de su nuera y de su hijo Marcelo. Aquello ocurrió en 1976. Tenían 19 y 20 años.

Pero el sino de los Gelman había empezado antes, cuando el 28 de noviembre de 1975, representantes de Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia se sentaron a la mesa de la Primera Reunión de Inteligencia Nacional para fundar el Plan Cóndor, una especie de Mercosur de la muerte, un acuerdo internacional secreto para perseguir y eliminar a militantes políticos, sociales, sindicales y estudiantiles. Más de 40 años después, la Justicia argentina acaba de reconocer por primera vez la existencia de esta asociación ilícita criminal y ha condenado, en un fallo histórico, a algunos de sus miembros a entre 8 y 25 años de prisión.

“Es una sentencia que marca un hito, porque es la primera vez que se juzga la estructura delictiva formada por los Estados para reprimir y matar”, explica Luz Palmás Zaldúa, abogada de una de las querellas.

El fallo ha llegado tarde, en cualquier caso, para que lo oyeran desde el banquillo los máximos responsables del Plan Cóndor: el dictador chileno Augusto Pinochet, el argentino Rafael Videla, el boliviano Hugo Banzer, el paraguayo Alfredo Stroessner y el uruguayo Juan María Bordaberry. Todos ellos están muertos. Solo uno de ellos fue condenado en vida, los demás jamás tuvieron que responder por las atrocidades que cometieron.

Videla sí fue condenado por delitos de lesa humanidad, y pasó sus últimos días en arresto domiciliario. La última vez que cruzó la puerta de calle fue para declarar en este juicio, que ha necesitado 16 largos años para llegar a una sentencia. El dictador reafirmó su responsabilidad en todo lo ocurrido durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, que en Argentina dejó decenas de miles de desaparecidos. Falleció tres días después.

También llega tarde para algunos familiares de las 150 víctimas incluidas en el juicio que, como Gelman, no pudieron ver cómo se hacía justicia con el dolor y la desaparición de sus seres queridos.

Sí escucharon la sentencia el uruguayo Cordero Piacentini y los 17 acusados argentinos –la mayoría mandos militares de nivel alto y medio– entre los que estaba el último presidente de la dictadura, Reynaldo Bignone, a quien le cayeron 25 años de prisión. En total, 15 represores (dos fueron absueltos) han sido condenados “por el delito asociación ilícita en el marco del denominado Plan Cóndor”, además de, en muchos casos, privación ilegítima de la libertad.

Los condenados oyeron la sentencia en una sala abarrotada, en la que sobraban expectación y lágrimas contenidas, en la que algunas mujeres lucían con orgullo en sus cabezas los pañuelos blancos que son a la vez memoria y obstinación justiciera, en la que los colores de una bandera uruguaya recordaban que la hermandad con Argentina no es solo la del horror que ha quedado probado en el juicio. La mayoría de ellos lo hizo con el rostro impávido, aún cuando el tribunal enumeraba con nombre y apellido a cada una de sus víctimas, que en ciertos casos se contaban por decenas.

Argentina se convierte así en el único país que ha juzgado a los jefes militares que, a través de esta asociación criminal, articularon un terrorismo de Estado sin fronteras en el Cono Sur.

La 'Interpol' anticomunista

El plan llevaba años gestándose, pero el documento se rubricó –con el conocimiento de Estados Unidos– en 1975. Todos los países firmantes estaban gobernados por dictaduras o iban camino de estarlo, como Argentina. Aunque ningún representante de Brasil refrendó ese documento inaugural, ha quedado probada la cooperación de ese régimen en actividades represivas contra opositores políticos de otros países.

Por ejemplo, en el caso de Norberto Habegger, que fue secuestrado en Río de Janeiro posiblemente por agentes de la Policía Federal Argentina, ayudados por las fuerzas armadas y de seguridad brasileñas. Su hijo Camilo ha rodado un documental sobre su propia investigación sobre la muerte de su padre, que se estrenará en unos meses.

Los países del Cóndor buscaban “compartir información sobre los subversivos” y crear, de acuerdo con el acta fundacional, una suerte de “Interpol” anticomunista. Esto lo sabemos porque Paraguay, por error o por sensación de impunidad, registró con detalle su actividad criminal, y guardó una copia del acuerdo que forma parte del llamado Archivo del Terror. Gracias a esos documentos, a las investigaciones realizadas en varios países y a los informes desclasificados por Estados Unidos a pedido de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, además la organización pro derechos humanos CELS, se conocen detalles del plan.

Por ejemplo, que se articuló en tres fases: la primera para identificar a “los objetivos”, la segunda para eliminarlos, y una tercera para realizar este tipo de operativos y asesinatos en países que no formaban parte del Cóndor. No fue hasta entonces que Estados Unidos mostró objeciones diplomáticas al accionar de las dictaduras sudamericanas.

No en vano muchos de los militares de esta región habían recibido formación sobre estrategias 'alternativas' para luchar contra el comunismo y el marxismo en departamentos relacionados con la CIA. Los miembros de Cóndor tenían además un sistema de comunicación encriptado, Condortel, cuyo centro operativo estaba en una base norteamericana en el Canal de Panamá. Además, se sabe que guardaban la información compartida entre los países en ordenadores, una tecnología que estaba por entonces muy lejos de Sudamérica.

Sin escapatoria

El mismo año en que aquella reunión secreta se gestaba en Santiago de Chile, María Emilia Islas y Jorge Zaffaroni dejaban Montevideo, donde la dictadura de Bordaberry acechaba a los militantes de izquierdas, para intentar ponerse a salvo en Buenos Aires. La nueva vida les duró poco. En 1976 ya había un gobierno militar en Argentina y el Cóndor había sellado el destino de muchos como ellos, los que habían escapado. Ya no había fronteras para la persecución. No había donde esconderse.

El 27 de septiembre de 1976 un grupo de tareas uruguayo secuestró al matrimonio y a su pequeña hija Mariana, de 18 meses. Los llevaron a uno de los centros clandestinos de detención más importantes de Buenos Aires: Automotores Orletti. Nunca más se supo de María Emilia ni de Jorge. En 1983 localizaron a Mariana, que había vivido como hija del agente de Inteligencia Miguel Ángel Furci, y de su esposa Adriana González.

Furci era el único civil imputado en la causa por la privación ilegal de la libertad de 67 personas y los tormentos padecidos durante sus cautiverios en Automotores Orletti, el ‘centro de operaciones internacional’ de la represión argentina. El jurado lo ha condenado por esos delitos a 25 años de prisión.

En total, se han juzgado los casos de 105 víctimas –45 uruguayos, 22 chilenos, 14 argentinos, 13 paraguayos y 11 bolivianos–, además de las 67 víctimas sin relación directa con el Plan Cóndor de Automotores Orletti.

Marcelo Gelman fue asesinado en 1976, poco después de ser detenido. Trece años más tarde se hallaron sus huesos en una tumba sin nombre en un cementerio bonaerense. Su esposa, María Claudia, sigue desaparecida. En 2000, a fuerza de resistir, como mandaban sus versos, el poeta Juan Gelman se reencontró con su nieta Macarena, que había sido robada tras nacer en cautiverio. Ella, querellante en el juicio, esbozó una pequeña sonrisa al oír la sentencia contra el verdugo de sus padres.

Si Gelman hubiera conseguido resistir lo suficiente como para acompañarla, quizá hubiera derramado una lágrima por esa pena de cuatro décadas. Pero seguramente lo habría hecho sabiendo también que los versos –ni siquiera los suyos– no son infalibles, y que desde este día habrá, para el mundo, un poco menos de olvido.

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