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Con la Iglesia hemos topado

Miguel Roig

“Bailamos en la cuerda floja, sí. El uso ético del poder político no está garantizado sólo porque los gobernantes sean elegidos por los ciudadanos, ni porque hay división de poderes. Todo eso viene bien, porque son intentos humanos de prevenir formas egoístas y despóticas del uso del poder. Pero si la conciencia de unos y otros no se siente interpelada por las exigencias del bien moral, y al final por la ley de Dios, lo más probable es que se caiga en la tentación constantemente”. Quien expone este punto de vista es el cardenal Antonio María Rouco Varela en un libro de conversaciones, Alto y claro (Debate, 2008) con el periodista José María Zabala.

¿Se habrá visto algunas vez tentado por la duda el cardenal? ¿Habrá puesto en tela de juicio el uso ético de su poder?

No lo parece ya que toda vez que sus presupuestos se han visto contestados por el poder político –al menos ideológicamente ya que materialmente en España jamás se ha visto cuestionada la Iglesia por un poder real– se ha lanzado a la calle y no pocas veces acompañado por la derecha política.

En estos días resultó curioso que frente a la voz del papa Francisco en temas económicos y sociales que ocupan los titulares de la prensa, Rouco Varela consuma los últimos días de su mandato en mantener una feroz batalla judicial para hacerse con una valiosa colección de 23 tapices flamencos de los siglos XVI y XVII que una millonaria madrileña dejó en herencia en 1869 a la pequeña Asociación Santa Rita de Casia. El cardenal los quiere para adornar la catedral de La Almudena, mientras que el objetivo de la asociación es alquilarlos para ayudar a mujeres maltratadas. Al mismo tiempo, nada se comenta desde la archidiócesis de Madrid del libro Cásate y sé sumisa, escrito por la periodista italiana Costanza Miriano y editado en España por la editorial Nuevo Inicio, creada por el arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez, uno de los prelados más conservadores y, por lo tanto, compañero de ruta de Rouco Varela y valedor de sus posturas. El libro llega a afirmar en un pasaje –y no de los más polémicos– que la mujer ante cualquier contrariedad con su pareja o con puntos de vista que no acepte, debe aclararlos con Dios y no con su compañero: “En caso de duda, obedece. Sométete con confianza”. Así muchas de ellas acaban, en el mejor de los casos, pidiendo ayuda a la asociación que Rouco quiere dejar sin herencia.

Sería tedioso enumerar hechos sabidos, experiencias desgraciadamente vividas e imposiciones frente a las cuales un Estado como el nuestro, a pesar de ser aconfesional, no otorga garantía alguna. Pero llama la atención que en un mundo aparentemente sumiso e indiferente a la liquidez de las certezas que se derraman por los bordes del sistema y que nos arrastran con ellas, la institución más inmovilista y ortodoxa, de repente dé un vuelco.

En la película Habemus Papam de Nanni Moretti se plantea un curioso dilema. Después de aceptar el cargo, el cardenal que ha sido elegido titubea sobre su deseo de asumir la investidura papal, originando toda una serie de despropósitos en el protocolo del Vaticano. Moretti utiliza esta trama para interrogar y desacralizar a la burocracia vaticana y recurre a un instrumento clave: el psicoanálisis. El Papa se comienza a interrogar a sí mismo acerca de sus anhelos, sus frustraciones, su vocación, al tiempo que Moretti infantiliza al resto de los cardenales, colocando a la Iglesia entre la duda y la vulnerabilidad. Michel Piccoli, quien interpreta al Papa fallido, se va adentrando en una introspección y alejándose cada vez más del cargo hasta, finalmente, hacer crisis cuando sale al balcón del Palacio del Vaticano para saludar a la feligresía y renunciar a su cargo.

El nombre del cardenal que interpreta Michel Piccoli en Habemus Papam es Melville, un guiño de Moretti al autor de Bartleby, el escribiente, quien ante cada tarea u orden que recibía contestaba indefectiblemente: “Prefería no hacerlo”.

Cuando Benedicto XVI, para sorpresa del mundo, renuncia a su cargo manifiesta en primer lugar la posibilidad de poner en acto una duda, la de llevar adelante un proyecto que, en sintonía con los mismos presupuestos ideológicos que se sustentan en Madrid, no tiene ya base ni eco social. Por otro lado, pone en marcha un proyecto político ya que la renuncia papal no se puede encuadrar en otro marco que no sea ese.

En este mismo diario, en una entrevista, el periodista y escritor Vicente Verdú, manifestó su descontento con la decisión poniendo como ejemplo la persistencia de Cristo a pesar de todas las contrariedades y llega a afirmar: “O eres el representante de Dios o eres un monigote”.

Puede que la ofuscación a Verdú le venga, como a muchos, desde la ortodoxia: este destino, el que nos toca en la gran crisis, es irreversible y estamos condenados a él. Benedicto XVI, como el personaje de Moretti y el de Melville, en cambio, frente a los acontecimientos que nos tocan vivir, parece haber dicho: “preferiría no hacerlo” y su sucesor, Jorge Bergoglio, el papa Francisco ha dado vuelta como un guante esa ortodoxia y ha hecho de la religión un ejercicio político –dinámico y no estático como el de su predecesor– en el que, por tomar dos o tres ejemplos, ha pedido la paz para Siria –como jefe de Estado y no como un mero pastor religioso–, ha quitado peso a la condena a la homosexualidad, sostiene que “la economía de la exclusión y la iniquidad mata” y, para redondear, dice que la Iglesia actual no le gusta. Es decir: no le gusta la institución desde la perspectiva, por ejemplo, de Rouco o del arzobispo de Granada.

¿Dónde nos lleva esto? ¿A una Iglesia más abierta y cercana? Sin duda. Pero la moraleja no está allí para quienes se sienten fuera de la institución y que incluso ni siquiera son creyentes.

El mensaje que, curiosa e inesperadamente llega desde Roma, es que si un estamento como la Iglesia de repente cobra vida y sentido para muchos cristianos, ¿cómo no va ser posible una renovación vital de la democracia en todos sus estamentos?

Benedicto XVI no es un monigote como afirma Verdú: es un vencido. Francisco tampoco es un revolucionario pero es alguien que, en medio del inmovilismo, le dice al mundo que se puede. Alto y claro.

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