Elon Musk: ¿hay vida en Marte?
No explican los evangelios cómo puede pasar un camello por el ojo de una aguja, solo señalan la complejidad del propósito. Mayor para los ricos, aún, es acceder al Reino de los Cielos, advierten. Explicar a Elon Musk con alguna certeza puede que implique tanta dificultad como siente el camello al acercar su ojo al de la aguja, pero ocurre que Musk no solo es escandalosamente rico –está a punto de ser la primera persona de la historia en alcanzar una fortuna de un billón de dólares– sino que, con sus cohetes, no está lejos de llegar el anhelado cielo. Convengamos que estamos más cerca de un personaje de Philip K. Dick que de los predicadores de las escrituras sagradas.
En el Silicon Valley la Biblia tiene pocos lectores. La fantasía y la ciencia ficción ocupan las horas de lectura de los tecnomagnates. Así como Peter Thiel lee y relee El Señor de los Anillos (su biógrafo Max Chafkin cuenta que lo ha memorizado) y Jeff Bezos recomienda una y otra vez Dune de Frank Herbert, Elon Musk se ha consagrado al estudio y devoción de la Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams. Es el libro que llevaría no a una isla desierta (como sería el caso de Thiel que financia seasteading, ciudades flotantes “libertarias”) sino a Marte, su destino final.
La novela narra las aventuras de un ser humano que salva su vida cuando un alienígena lo rescata con su nave minutos antes de que la Tierra sea destruida. Empieza así a explorar la galaxia y a buscar la gran pregunta de la vida hasta que un superordenador ofrece una explicación: el problema es que nunca ha hecho bien la pregunta. En su extensa –y hasta cierto punto condescendiente– biografía de Musk, Walter Isaacson asegura que esta historia le resolvió la crisis existencial de su adolescencia y le enseñó a buscar preguntas antes que respuestas. De hecho, es el sistema de trabajo que utiliza en el campo empresarial cuando se enfrasca en un nuevo proyecto. Claro, no todos le salen bien. Más cuando confunde, como en la administración de Trump, el Estado con una empresa privada: todas las preguntas que se hizo eran para obtener beneficios; ninguna destinada a ofrecer un mejor servicio público.
Algo falla en tu sistema cuando Trump te apoya en el uso de la motosierra y fracasas.
Elon Musk admite públicamente padecer el síndrome de Asperger y ser bipolar, es decir, maníaco-depresivo. Un profano que haya seguido mínimamente su carrera empresarial leyendo periódicos y revistas de referencia o alguna biografía, puede aventurar que está, más allá de aquellas patologías, también ante un esquizofrénico. Que venga un especialista y nos corrija (si esto fuera posible).
No hace tantos años atrás, en una entrevista hecha a Musk por Rolling Stone, se revela ante nosotros un ambientalista, un humanista volcado a la defensa de las buenas condiciones en las que, a su juicio, debería vivir la humanidad en el futuro y eso es lo que le lleva a crear un coche eléctrico e impulsar la carrera espacial. Sin embargo, si consultamos un tuit que subió a la red social X el 20 de febrero de este año, nos topamos con alguien que intenta romper el Estado como si Washington fuera una app, según apuntó el Financial Times, o que, fuera de sí, llame asesino al presidente ucranio Volodímir Zelenski. Su péndulo ideológico y emocional oscila sin solución de continuidad y no hay dispositivo capaz de obtener el photo finish del ser que tenemos delante.
¿Qué trae en los genes Musk? Su abuelo materno, Joshua Haldeman, era un fundamentalista y antisemita canadiense que militó en un movimiento llamado Tecnocracia cuya idea fuerza era sustituir a los políticos por tecnócratas. (¿De qué nos suena esto?) Cuando llegó a la conclusión de que el Gobierno usurpaba la vida a los ciudadanos, el abuelo Haldeman inmigró en 1950 con su mujer y sus cuatro hijos a la Sudáfrica que estaba bajo el régimen de apartheid blanco, donde parecían estar mucho más cómodos que sometidos a los derechos civiles que rigen la vida en Canadá.
El padre de Musk, Errol, es ingeniero además de empresario fracasado y también un fundamentalista que lanzaba en Facebook teorías conspiratorias sobre la COVID y, además, aún hoy, una pesadilla constante para Elon. Una experiencia que recuerda de su infancia la sitúa en un campamento de supervivencia en la naturaleza al que le envió el padre cuando tenía doce años donde les daban a los niños una pequeña ración de comida y agua. Cuando se acababan los víveres había que pelear para conseguir más. Elon recibió dos palizas que no olvida y regresó con cinco kilos menos.
Cuando memora estos episodios, entre otros muchos, se limita a comentar: “Me modeló la adversidad. Mi umbral de dolor es muy alto”.
Estas son algunas pistas para armar un mapa de Elon Musk pero él aporta otras que ayudan al dibujo. Cuenta que le costó mucho interpretar los códigos sociales y que cuando encontró su sentido no fue por la vía emocional sino a través del estudio. Lo dice con frialdad: “Yo interpretaba literalmente lo que decía la gente, y fue solo leyendo libros como comencé a aprender aquello que las personas comunican en realidad”.
Musk se mueve en una suerte de esfera parahumana en la que todo se explica y resuelve a través de la ingeniería, la física y la codificación: no hay espacio a la emotividad. Su nivel cognitivo le permite resolver problemas sobre la marcha, forzando al límite la resistencia de sus colaboradores, como lo demostró con el cuarto intento exitoso del lanzamiento del cohete Falcon 1 después de tres pruebas dolorosamente fallidas para su equipo, en Kwaj, una isla perdida en el Pacífico. En cada cohete a Elon Musk le va la vida. La vida entera.
Gwynne Shotwell, vicepresidenta de Space X, la empresa de aeronavegación espacial de Musk es una de las pocas personas que ha entendido su funcionamiento mental y por eso lleva casi dos décadas trabajando con él. Todo un récord. Nadie, salvo su madre y su hermano Kimbal, ha conseguido permanecer tanto tiempo a su lado.
“Las personas como Elon, con asperger, no captan los códigos sociales ni piensan espontáneamente en el impacto de lo que dicen otras personas. Elon comprende muy bien las personalidades, pero como un objeto de estudio, no como una emoción”, dice Shotwell.
De este modo, aparentemente, elabora el síndrome y, el propio Musk, revela el modo bastante heterodoxo de gestionar también su bipolaridad: “Aguantar el dolor y asegurarse de que de verdad pones cuidado en lo que estás haciendo”.
Nunca se sabe en qué fase del dolor, siempre presente, se encuentra cuando le vemos en escena. Nunca cuál es la sintonía psíquica al hacer una aparición pública.
A nadie extraña que Musk, acostumbrado a pasar días insomnes para conseguir sus objetivos, haya rechazado dormir en una suite de un hotel de lujo o una residencia del Gobierno cuando fue funcionario de Trump para disolver parte del Estado. Se hizo, entonces, una cama junto a su despacho y allí pernoctaba unas horas cuando interrumpía su labor de demolición.
Quizás el propio Musk ha hecho una transición radical que va desde sus posiciones progresistas del pasado hasta –de momento– el día en el que tomó y erigió con un gesto desafiante la motosierra que le regaló Javier Milei. Tal vez el presidente argentino sueñe en viajar alguna vez en una nave de Musk para estar más cerca del aura de su fallecido perro Conan, a quien dice consultar sus decisiones.
En la oficina de Musk, en Space X, hay un póster en el que se lee: “Cuando pides un deseo a una estrella fugaz, tus sueños pueden hacerse realidad. A menos que sea un meteorito que se precipita sobre la Tierra y destruya la vida. En ese caso, estás perdido, desees lo que desees. A no ser que desees morir aplastado por un meteorito”.
El fin último de Musk es llegar a Marte antes de que le alcance la muerte: “Voy a colonizar Marte. Mi misión en la vida es convertir a la humanidad en una civilización multiplanetaria”. No deja de repetir este mantra.
Debería leer a Philp K. Dick. Sobre todo, retener un sintagma con ecos bíblicos: “Si este mundo te parece malo, deberías ver algunos de los otros”. Nosotros tampoco deberíamos olvidar esto.
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