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Con los cajones llenos

Cristina Fallarás

Pues nada, volvamos a las cosas elementales, a las de cajón. Como que un Papa es un tipo al que elige una panda de tipos, machos ancianos, radicalmente conservadores, misóginos, autoritarios y con una sexualidad excéntrica.

A mí, la fe de cada uno me importa un rábano. Que una persona crea en un dios y su hijo Jesucristo, en otro con cabeza de elefante o en Franco Battiato no es algo de mi incumbencia. Pero como demócrata radical que soy, el Vaticano me repugna. Se trata de un Estado teocrático, el único de Europa, gobernado solo por machos de los cuales poco más de un centenar tiene derecho a voto, cuyo eje central parte de la mujer como fuente de todos los males y una obsesión enfermiza por las prácticas sexuales. No oigo a nadie quejarse por ello. El Vaticano es un ente político, los cardenales son hombres que están ahí porque han desarrollado una pelea por el poder, y han sido los más fuertes (que cada uno entienda “fuertes” como quiera).

Es de cajón que cualquiera que sea el elegido por ese puñado de hombres ataviados con extravagantes ropajes y abalorios cuyo precio –el de cada uno– equivale a la cesta de la compra anual de una familia española, de cajón que no puede ser un hombre “progresista”, como estoy leyendo estupefacta, ni razonable, si me apuran.

Hasta aquí, la Iglesia. La católica y su (funesta) entidad política.

Y después de la Iglesia, justo después de pronunciar cualquiera de las obviedades anteriores o todas ellas, llega quien te responde que si la caridad de las buenas gentes y que si la Madre Teresa. Basta que digas “El Vaticano es una estructura política y económica de machos dedicada al ejercicio del poder y la acumulación de capital”, para que inmediatamente se te aparezca la Madre Teresa de Calcuta. Y la caridad.

Claro que esa señora atendía a enfermos enfermísimos, pobres paupérrimos, menesterosos y desahuciados. Tan cierto como que les exhortaba a conformarse con esa situación con ideas tan peregrinas como ser pobres felices y desheredados dichosos porque Cristo también sufrió, y con la defensa del perdón como respuesta a quienes los habían llevado a dicha situación. También es de cajón que la miseria y la injusticia se combaten. Siempre. Se combaten con respuestas, más o menos contundentes, más o menos rabiosas, según el tamaño del agravio. Pero es que últimamente parece que tenemos los cajones llenos.

No me extiendo con el personaje, bastante machacado ya, entre otros, por Christopher Hitchens en su Hell’s Angel, documental que no he visto porque a algunas de mis certezas les sobran ya datos. Sí entraré, sin embargo, en una sensación muy desagradable que aumenta a medida que crece nuestra miseria aquí. Vaya por delante que nada me parece más necesario tal como vamos, que la labor de entidades como Caritas y demás organizaciones ligadas a la caridad, y que sus informes periódicos suponen la mejor denuncia, aquella que echo en falta en las organizaciones políticas de izquierdas. Sin embargo, corremos el riesgo de olvidar que la asistencia a los más pobres, los desahuciados, etcétera debe asumirla el Estado, con departamentos diligentes y los fondos que haga falta. Sobre todo, los fondos.

Vivimos en un país rico, aunque ya no lo parece. La semana pasada, en uno de esos informes periódicos que lanza Cáritas como ganchos a la mandíbula, se detallaba a cuántas familias paga dicha entidad los suministros básicos: luz y agua. Vivimos en un país rico y se supone que civilizado y culto y eso. No lo es, desde luego, –civilizado y culto– si permite que parte de sus ciudadanos vivan sin suministro de agua. A mí me preocupa mucho que sea la caridad y no la exigencia radical de los ciudadanos la que consiga esa agua.

Hasta aquí, pues, lo otro, lo que no es la Iglesia, sino las gentes de buena voluntad. Qué miedo me da siempre la buena voluntad.

Y sí, ya sé que todo esto es de cajón. Lo del Papa cuyo nombre, tan sencillo, oh, endulza las sonrisas de las almas buenas, y lo otro. Pero es que, insisto, parece que últimamente tenemos los cajones llenos.

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