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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Esto se ha hecho toda la vida

Foto: EFE

Isaac Rosa

El déjà vu de la corrupción. Ahora la Púnica, como un mal remake de todas las tramas anteriores. Esos pinchazos telefónicos ya los hemos oído en la Gürtel. Ese compadreo, esas bromas chabacanas, las vimos en el caso Brugal. Los registros que sacan obras de arte, dinero en metálico y piezas de caza ya estaban en la Malaya. Esa querencia por los puticlubs recuerda al caso de los ERE. Cuentas en Suiza, Bárcenas. Financiación de partidos, un clásico. Las fiestas de cumpleaños con castillos hinchables, homenaje a las que disfrutó Ana Mato. El tal Marjaliza es un conseguidor que parece salido de la misma escuela de pillos que Correa, el Bigotes, Millet, los Pujol junior o el ex sindicalista Juan Lanzas. Y los alcaldes de pueblo que amañan concursos continúan una larga estirpe de corruptos locales.

Y solo comparo con casos recientes, de la última década. Si retrocedemos unos cuantos años, más de lo mismo. Te coges cualquier caso de corrupción de los noventa, cuando el PSOE era el eje del saqueo como hoy lo es el PP, y parece que hablamos de ayer mismo: conseguidores, amaños, regalos, pinchazos telefónicos grotescos, cuentas suizas, financiación ilegal, cacerías y volquetes de putas.

Seguimos tirando hacia atrás del hilo de la corrupción, y llegamos al Franquismo. Entonces no había operaciones de la Guardia Civil ni jueces de la Audiencia Nacional, ni investigación periodística; pero lo que conocemos no es muy diferente. El gran Sazatornil intentando vender telefonillos en una montería, tal como lo retrató Berlanga, no desentonaría nada si lo hubiesen pillado ayer mismo en la Púnica. Y no seguiremos el paseo histórico, pero el caciquismo y clientelismo de la Restauración también tuvo sus Granados y Marjalizas.

“Esto se ha hecho toda la vida”, decía el ex consejero madrileño Salvador Victoria en uno de los pinchazos. Y tiene toda la razón: la corrupción española es de toda la vida. Y apenas ha evolucionado. Aunque haya sofisticado las formas de esconder el dinero con empresas panameñas y testaferros internacionales, su esencia es la misma: empresarios corruptores, políticos corrompibles, conseguidores que celestinean entre unos y otros, dinero público, comisiones, monterías y puticlubs. Esto se ha hecho toda la vida.

Por necesidades de la investigación policial, toda esa corrupción se fragmenta en tramas, redes, casos. Aíslan a unos cuantos corruptos que coinciden en un territorio, en un partido o en una fuente de ingresos, y uniendo la línea de puntos acaba adquiriendo forma, el dibujo de una trama organizada, de un caso limitado.

Pero si uno coge todos los casos de las últimas décadas, todos los empresarios implicados, todos los políticos pillados, todos los conseguidores, intermediarios, comisionistas, facilitadores, socios, hombres de paja, tesoreros, colaboradores necesarios, esposas cómplices y familiares enriquecidos, y los pones a todos juntos, sin separarlos por tramas, y luego unes los puntos, el resultado es una extensa y tupida telaraña que cubre el país de una punta a otra, que ensombrece amplias regiones y que se enmaraña en algunas zonas calientes.

No hablo ya de corrupción estructural, ni sistémica, ni cultural. Es más bien una rutina, un “de toda la vida”, una tradición más española que la siesta.

Si no es así, ya me explicarán cómo es posible que hace solo unos meses, en 2014, después de todo lo llovido en los últimos años, con la sensibilidad social y la vigilancia mediática y policial en máximos, hubiese varias decenas de granujas repitiendo los mismos viejos comportamientos, hablando con la misma soltura por teléfono como si no existiesen pinchazos, y encontrando con toda facilidad alcaldes, consejeros y empresarios dispuestos a pringarse. Y la seguridad de que hoy mismo, mientras escribo estás líneas, habrá otros pillos riéndose por teléfono, alcaldes recibiendo a conseguidores, compinches yéndose de putas, y todos diciéndose con alborozo: “esto se ha hecho toda la vida”.

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