Desamparo
Con el reciente fallo del Tribunal Supremo (nunca ha sido tan definitoria una palabra polisémica) he llegado a un punto de tristeza, mezclada con otras emociones en las que ahora ahondaré, que empieza a parecerme excesivo, pero por desgracia, inevitable porque no depende de mi voluntad ni de cómo me tome yo las cosas.
Hablo por mí y solo pretendo compartir mi opinión porque me gustaría saber si hay más personas que sienten lo mismo.
Como todos los hombres y mujeres de mi generación, viví muchos años de franquismo, de omnipotencia de la Iglesia católica, de leyes arbitrarias, de misoginia, de persecución a los militantes de izquierdas, a los homosexuales, a las mujeres adúlteras o a las que se habían atrevido a abortar en un país donde todo estaba prohibido, un país donde solo se podía sobrevivir callando y siendo lo más invisible que uno pudiera conseguir, donde solo se medraba a través del servilismo y la adulación frente a los que estaban más altos en la jerarquía. Era un país ramplón, vulgar, gris y apagado, sin cultura, sin análisis crítico, sin más alegría que los programas de las dos cadenas de la tele y donde la forma de conocer el mundo (hasta cierto punto) era irse al cine a un programa doble de sesión continua y dejarse fascinar por la forma de vida americana a través de películas que habían sido aprobadas por la censura y que en la mayor parte de los casos estaban hechas para deslumbrar a los pobres tercermundistas, ocultándoles también la verdad de un sistema puritano, misógino también, aunque con más color, corrupto y lleno de contradicciones.
Una vez muerto el dictador -¡cuánto tardamos en poder llamarlo con el nombre que le correspondía y olvidar todo aquello de “Su Excelencia el Generalísimo, el Caudillo y todos los demás tratamientos serviles y falsos!- la esperanza de futuro explotó en nuestro país y la democracia llegó como un milagro por el que llevábamos décadas luchando o, al menos, imaginando en nuestros sueños locos. Con la democracia llegaron también la libertad, la justicia, la alegría, la creatividad desbordada, las autonomías, los derechos para todos -también mujeres, gais, lesbianas-, el divorcio, la posibilidad de salir al extranjero no solo para trabajar como mano de obra barata, los libros de otras culturas, las películas prohibidas, la secularización, la idea de que el ejército, los políticos y los funcionarios existen para servir a la sociedad, no al contrario… todo lo que algunos jóvenes de las generaciones actuales piensan que es evidente y que no puede desaparecer.
Con tristeza y profunda preocupación, veo ahora cómo ya no nos podemos fiar ni siquiera de los más altos jueces de nuestro país, cómo la justicia se ha convertido en una farsa al servicio de la rapacidad de ciertos individuos que se consideran por encima de las leyes que nos hemos dado como sociedad, que muchas personas en cargos de gran relevancia roban y mienten y propagan bulos a sabiendas porque todo mancha y las manchas, ya se sabe, son difíciles de quitar.
Esa falta de confianza en la justicia, esa tolerancia con la mentira, esa rapacidad, ese odio con el que se enfrentan los partidos políticos como si fueran hinchadas de hooligans de fútbol mientras sus partidarios los jalean está destruyendo nuestra democracia, nuestro país.
Vemos de nuevo que los ricos ganan, que las leyes no siempre protegen a la gente honrada, que hay jueces y otros altos funcionarios con un claro sesgo en sus opiniones que les impide actuar con la imparcialidad requerida, que las personas jóvenes no tienen donde vivir porque los responsables de la buena marcha de las ciudades lo están vendiendo todo al mejor postor, que las grandes empresas pagan salarios de hambre y no pagan los impuestos que deberían, que el discurso racista, homófobo, misógino empieza a ser presentable y ya no le da a quien lo defiende ninguna vergüenza (la vergüenza es una de esas cosas que se han perdido, como los cines de sesión continua).
Todo eso crea miedo en la población. Está hecho a propósito, porque cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de la historia sabe que el miedo paraliza, que es fácil manipular a una persona o a una sociedad atemorizada. Ya decía hace varios siglos Maquiavelo que “si no puedes hacer que te amen, haz que te teman” y eso es lo que empieza a pasar ahora. Nadie se siente seguro en estas circunstancias. Los jóvenes, en las encuestas, ya responden que no hacen planes de futuro. ¿Para qué? El clima se está deteriorando, la posibilidad de tener hijos se aleja cada vez más por pura imposibilidad económica y logística; conseguir una vivienda digna es ya un espejismo, el trabajo no es estable y cada vez hay más oficios que van siendo sustituidos por máquinas, por IAs, por sistemas que no protestan, que no necesitan descansar, que no toman vacaciones, que no exigen un lugar donde vivir que no esté demasiado lejos del puesto de trabajo. Las leyes, a las personas de a pie, ya no nos amparan. Contra un político, contra un millonario no tenemos nada que hacer.
Nuestra sociedad se está volviendo racista por puro miedo, un miedo instigado por ciertos partidos de derechas precisamente para que la manipulación sea más efectiva. Si consiguen convencer al electorado de que la culpa de todo la tiene una etnia concreta, o un partido o una religión, es más fácil movilizarlo para luchar -por miedo- contra ese único enemigo, prometiendo que después de la victoria, todo irá mejor. Es mentira, claro. Lo sabemos (yo creo que incluso los que se dejan manipular si no lo saben, lo intuyen) y a pesar de ello, ese retorcimiento de la verdad va ganando adeptos porque lo simple resulta atractivo, no hay que molestarse en leer, en ponderar, en decidir si tienen o no razón los que nos dicen a quién hay que destruir. Si ya lo sabemos, nos ahorramos mucho tiempo y esfuerzo. Se trata solo de hacerlo, de destruir, de matar, de arrasar, y eso es fácil.
Empezamos a sentirnos abandonados. Por la justicia, por la sanidad, por el mercado de trabajo, por la falta de preocupación de las autoridades por que todos tengamos dónde vivir, dónde trabajar. Nos estamos quedando desamparados y eso es terrible.
La sensación de desamparo crea tristeza y soledad. ¿Adónde podemos volvernos para protestar, para remediar nuestra situación si ya no podemos fiarnos de las grandes instituciones democráticas? ¿Cómo vamos a sentirnos seguros en un país donde tantos medios de comunicación están al servicio de los intereses de unos pocos, donde tantos periodistas mienten o no investigan como es su obligación y debería ser su vocación, donde unos cuantos ignorantes llenan de ruido y furia las mañanas televisivas de tantas personas que luego acuden a las urnas y votan basándose en calumnias y chascarrillos que han oído por la tele?
¿Cómo no vamos a sentirnos desamparados en un país donde ese vergonzoso fallo del Supremo se produce sin argumentación ni explicaciones justo el día en que se cumplen cincuenta años de la muerte del dictador? Un país donde se permite que siga existiendo la Fundación Francisco Franco “para enaltecer la figura del Caudillo”, donde aún se celebran misas por el eterno descanso de su alma y después se canta el Cara al sol como si nada, donde hemos permitido que los jóvenes no tengan ni idea de la historia reciente, donde sigue habiendo en las cunetas, insepultos, cadáveres de personas cuyo único crimen fue defender el gobierno legítimo, votado en las urnas. Un país donde no se hace nada para investigar (al menos investigar) la muerte de miles de ancianos durante la epidemia de Covid, porque hay ciertos intereses que no pueden tocarse.
El desamparo cunde. Y cuando hayan conseguido que la población esté muerta de miedo, quizá consigan convencerlos de que lo ideal es un hombre fuerte (me temo que incluso para eso son machistas), una mano de hierro, un cerebro sencillo -con pocas ideas, pero firmes- que les diga por dónde ir, que haga desaparecer todas las leyes que nos garantizaban un funcionamiento jurídico de igualdad y justicia.
Cuando el periodista estadounidense Jay Allen en la famosa entrevista que le hizo a Franco en 1936, apenas empezada la rebelión, le preguntó si existía la posibilidad de una tregua, de un acuerdo, el general dijo que no, ya que ellos -los sublevados- luchaban por España, mientras que los partidarios de la República (legalmente constituida, no lo olvidemos) luchaban contra España. Entonces Allen comentó: “Tendrá que fusilar a media España” y el futuro dictador contestó: “He dicho que cueste lo que cueste”.
Así lo hizo, y así nos fue. Ahora, cincuenta años después, vamos por el mismo camino: unas fuerzas que han cambiado de armas y de tácticas (para adaptarse a los nuevos tiempos) han decidido luchar en contra de un gobierno legalmente constituido y destruir nuestra convivencia “cueste lo que cueste”, para medrar.
Si no hacemos algo pronto, lo lograrán y después, como decían en la iglesia cuando yo era pequeña, “será el llanto y el crujir de dientes”. Pero ya será tarde.
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