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Este blog corresponde a Alternativas Económicas, una publicación mensual que te explica la información económica desde un punto de vista social.

El salto pendiente de las empresas ‘sociales’

Manifestación del 8 de Marzo en Guadalajara.

Ariadna Trillas

A algunas personas les encanta pensar que un país se puede gobernar como un consejero delegado gestiona una empresa. Donald Trump, por ejemplo. El presidente de Estados Unidos ha planteado en infinidad de ocasiones que a la política le hace falta pragmatismo en lugar de ideología. En los tiempos neoliberales que corren, la supuesta falta de ideología se identifica con “el sentido común”.

Quienes cultivan la comparación entre gobernar y gestionar aluden a menudo a la necesidad de ser eficientes (léase lograr unas cuentas públicas saneadas) o a la accountability (rendir cuentas en las urnas como quien se presenta ante la junta general de accionistas, siempre que los principales dueños de la corporación no aplasten a los minoritarios, como suele suceder). Suelen obviar una misión fundamental del gobernante: cuidar del interés general, más allá del suyo propio. Si un gobierno no comprende que lo más importante es garantizar el bienestar de la comunidad, más vale que se marche.

Puesto que no van a cambiar la opinión, no está fuera de lugar recordar que no todas las empresas son iguales. Algunas empresas se rigen por principios y valores que tienen en cuenta lo común.

La inspiración de la economía social

La inspiración puede encontrarse en la ley que regula la economía social, del año 2011. Nos habla de cosas como “la primacía de las personas y la finalidad social sobre el capital”, que tras la modificación del artículo 135 de la Constitución ya no podemos decir que se cumpla en España.

La necesidad de una gestión “transparente, autónoma, democrática y participativa” se reconoce como parte del ADN de este tipo de iniciativas (cooperativas de trabajo asociado, sociedades laborales, fundaciones, mutualidades o empresas de inserción, entre otras), y se confronta con una democracia ciudadana a menudo puramente formal.

“Aportar los resultados obtenidos de la actividad económica en función del trabajo aportado o de la actividad realizada por los miembros (…) y siguiendo la finalidad social objeto de la entidad” se parece a lo que debería ser el diseño de una fiscalidad justa, instrumento capital para combatir la desigualdad.

Por no hablar de la “promoción de la solidaridad interna”. Porque la tendencia a mirarse el ombligo y fijarse en lo propio, mezclada con un creciente individualismo, destruye la cohesión social y nos lleva a un enfrentamiento abierto de pronóstico pesimista.

Hola, escépticos

Los escépticos se reirán, claro. No solo porque reírse es lo fácil, sino porque la inspiración de un sector que todavía es comparativamente muy pequeño parece la utopía máxima. Es posible que entiendan antes los grandes inversores que los gobiernos que los tiempos están cambiando (otra vez, Dylan).

La economía social y solidaria es pequeña en dimensión, aunque no en ciudades como Bolonia, pero lo que hay detrás de ella, lo que la mueve, empapa muchas de las tendencias que emergen en paralelo con una enorme fuerza: las economías feministas, la economía circular, la economía del procomún o los movimientos agroecológicos y favorables a la soberanía alimentaria.

“Sería interesante un proceso de confluencia entre todas estas economías transformadoras”, comentaba esta misma semana Mayo Fuster, directora de investigadora de la UOC y colaboradora del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) de la Universidad Autónoma de Barcelona en un debate organizado por Alternativas Económicas y el propio IGOP, que versaba precisamente sobre el papel de la economía social y solidaria en el contexto de la nueva economía.

Pese a las discrepancias, todas las personas que participaron en la discusión coincidieron en la necesidad de sumar fuerzas para dar un salto. “Solo podemos hacer frente al mercado internacional si reforzamos la economía social, y si esta es precaria y pequeña, la única solución es reforzarla, con estrategias para dar un salto al 20% y, después, al 50%”, apuntaba Sara Berbel, directora de la empresa municipal Barcelona Activa. Miguel Ferrer, jurista y asesor en políticas públicas relacionadas con la tecnología y la economía digital, abogó por un mayor “entendimiento entre este modelo [economía social] y el mundo digital”. “A veces en la economía social nos quedamos en nuestro mundo, cuando hace falta establecer puentes”, coincidía Alicia Trepat, conectora de la asociación Ouishare.

Una oportunidad

Todas las intervenciones incidieron en la “oportunidad” que puede suponer la emergencia de plataformas digitales para redimensionar la economía social, pese al “mal  uso” que de la herramienta puedan realizar algunas corporaciones con mentalidad extractiva, en palabras de Trepat, que citó a Uber. También, en los límites de la autorregulación. “Sería naíf decir que la autorregulación es viable en terrenos como el alojamiento turístico o la movilidad”, señalaba Ferrer, quien, sin embargo, se mostraba descreído con la efectividad de la regulación según cómo se planteara. Fuster apostó por soluciones poco administrocénticas y más colaborativas con los actores implicados, o lo que es lo mismo, por políticas públicas innovadoras.

“Las líneas rojas” de las economías de plataforma que están ganando terreno, son, para Berbel: “No queremos economía sumergida, ni evasión fiscal, ni desregulación y sí defensa de los derechos sociales que tanto nos ha costado conquistar”. Aunque corran el riesgo de quedar en un brindis al sol, los 20 principios que incluye el nuevo pilar europeo de derechos sociales planteados por Bruselas van en esta dirección. 

No sabemos cómo será la economía (las economías) que viene(n). Sí sabemos que, como recordó Fuster, no hace tantos años, abundaban los escépticos con el software libre frente a la imponente Microsoft.

Gigantes corporativos, muchos de los cuales tecnológicos, también piensan que se puede gobernar la sociedad global como se gestiona una multinacional que ya forman parte de miles de millones de vidas. El reciente escándalo de Facebook es un ejemplo de ello. Y en este caso ha quedado claro que, cuando se adquiere tanto poder, si regular es difícil, peor es dejarlo en manos de la autorregulación

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