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La antipatía de Pedro Sánchez

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Era tan inconmensurable el cantaor Silverio Franconetti, mucho más que el fundador de un célebre café cantante en Sevilla, que uno de sus detractores no tuvo otro remedio que observar: “Sí, canta bien, pero tiene los pies muy grandes”, objetó. A Pedro Sánchez parece ocurrirle algo similar: aunque a veces desafine de manera estrepitosa –especialmente en Marruecos, desde el Sáhara Occidental a la valla entre Nador y Melilla--, su música no es mala. Sin embargo, sorprende que no solo sus adversarios políticos sino a menudo sus correligionarios, añadan la coda: “Pero es que es muy antipático”.

¿Desde cuándo los políticos tiene que ser la alegría de la huerta? Aunque a veces hagan el payaso o algunos de sus discursos merezcan incorporarse al repertorio del Club de la Comedia, España, ese país que era simpático hasta que las redes sociales desnudaron nuestra alma oculta, no ha dado presidentes cascabeleros: Adolfo Suárez tenía hechuras de galán de telenovela pero Alfonso Guerra encajó a su personaje como “un tahúr del Mississippi”. Felipe González era seductor y un resultón, hasta que envejeció por fuera como Marlon Brandon y por dentro como Miguel Bosé. Leopoldo Calvo Sotelo parecía un enterrador del Far West aunque muchos tuvimos la suerte de descubrir su socarronería de alta escuela en las distancias cortas. José María Aznar, ni eso: “cagapoquito”, le definió el viejo coronel José Pettenghi, en un memorable artículo del Diario de Cádiz. Mariano Rajoy era un transgracioso, un soso que llevaba un cómico dentro, con ese ingenio sobrevenido que rendía homenaje ocasional al llorado Antonio Ozores.

La simpatía es cosa de Isabel Díaz Ayuso o de Macarena Olona, tabernaria la primera y feriante la segunda

Así que, ¿para qué vamos a pedirle al inquilino de La Moncloa que sea el alma de la fiesta, si no tenemos que irnos a tomar cañas con él? Lo que hay que exigirle es que sus políticas sean simpáticas: y buena parte de las leyes que ha aprobado su Gobierno bipartito lo son. Al menos, para los que maldita la gracia que nos hacen esos robin hoods inversos que quitan impuestos a los ricos a costa de quitarles médicos a los pobres. Para campechano, el emérito, no digo más.

Vistos desde la distancia, tampoco parece que sean los mejores paradigmas de la cosa pública los Trump, Bolsonaro o Johnson, tan jocosos ellos, y, a la vez, tan aguafiestas. Angela Merkel, ahora que está jubilada, podría subcontratarse de plañidera y somos muchos quienes ya la echamos en falta, aunque no tengamos nada que ver con su ideología.

La simpatía es cosa de Isabel Díaz Ayuso o de Macarena Olona, tabernaria la primera y feriante la segunda. Arrasarían, sin duda, en las tertulias de la telebasura, en los podcasts o como youtubers. Igual le ocurre a Giorgia Meloni, que tiene nombre de clown circense pero que probablemente vaya a convertir a sus compatriotas en el payaso de las bofetadas. Qué jacarandosa, qué frescura: tiene tanto ángel que no le ha hecho falta convocar una Marcha Sobre Roma para conseguir, por la vía de las urnas, los mismos resultados que su admirado Benito Mussolini, solo que un siglo después, aunque con el freno de los fondos next-generation. Le acompañan en el cartel victorioso de las elecciones italianas el rey de las velinas, Silvio Berlusconi, del que tuvimos aquí un abracadabrante trasunto, el de Jesús Gil y Gil; así como Matteo Salvini, el que quería enviar a la Armada a bombardear pateras, mire usted qué ángel. Ya veo a Roberto Begnini haciendo un remake de La Vida Es Bella, en la que explicará a su hijo por qué no dejan a los inmigrantes visigodos que desembarquen en Lampedusa.

Para partirse de risa. O para morirse de ella. O de vergüenza. Prefiero, ustedes distraigan, al circunspecto Pedro Sánchez, que ha ganado en algo a todos nuestros presidentes anteriores: sabe hablar inglés correctamente. Ojalá supiera hablar español de la misma forma y convencer al electorado de que su verdadera alegría está contenida en el BOE.

Era tan inconmensurable el cantaor Silverio Franconetti, mucho más que el fundador de un célebre café cantante en Sevilla, que uno de sus detractores no tuvo otro remedio que observar: “Sí, canta bien, pero tiene los pies muy grandes”, objetó. A Pedro Sánchez parece ocurrirle algo similar: aunque a veces desafine de manera estrepitosa –especialmente en Marruecos, desde el Sáhara Occidental a la valla entre Nador y Melilla--, su música no es mala. Sin embargo, sorprende que no solo sus adversarios políticos sino a menudo sus correligionarios, añadan la coda: “Pero es que es muy antipático”.

¿Desde cuándo los políticos tiene que ser la alegría de la huerta? Aunque a veces hagan el payaso o algunos de sus discursos merezcan incorporarse al repertorio del Club de la Comedia, España, ese país que era simpático hasta que las redes sociales desnudaron nuestra alma oculta, no ha dado presidentes cascabeleros: Adolfo Suárez tenía hechuras de galán de telenovela pero Alfonso Guerra encajó a su personaje como “un tahúr del Mississippi”. Felipe González era seductor y un resultón, hasta que envejeció por fuera como Marlon Brandon y por dentro como Miguel Bosé. Leopoldo Calvo Sotelo parecía un enterrador del Far West aunque muchos tuvimos la suerte de descubrir su socarronería de alta escuela en las distancias cortas. José María Aznar, ni eso: “cagapoquito”, le definió el viejo coronel José Pettenghi, en un memorable artículo del Diario de Cádiz. Mariano Rajoy era un transgracioso, un soso que llevaba un cómico dentro, con ese ingenio sobrevenido que rendía homenaje ocasional al llorado Antonio Ozores.