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Cambio de pantalla

Captura del tuit de Jorge Buxadé con Marine Le Pen y Macarena Olona.
26 de abril de 2022 20:12 h

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Todo sería más cómodo si estuviéramos en un viejo videojuego: una musiquita nos avisaría de que hemos cambiado de pantalla y de que acabamos de entrar en una mazmorra chunga, en un más difícil todavía, pues nos queda menos en la barra de vida y ya no llevamos con nosotros el caldero de las monedas de oro ni otros superpoderes que tanto nos ayudaron en pantallas anteriores. Pero estamos, por suerte, en la vida viva, en la que no hay melodía ni fundido a negro que nos avise de los cambios, ni éstos suceden de repente. La intuición, la reflexión y, después, la evidencia son los elementos que nos hacen darnos cuenta de que ciertas cosas han cambiado, y no precisamente para bien. El futuro ya no es lo que era.

Lo que acabo de decir puede aplicarse a muchas cosas: a la crisis climática, por ejemplo. Lo llevan avisando mucho tiempo las gentes de la ciencia –esas Casandras agoreras-, pero los poderes económicos y políticos no les quisieron hacer caso, no salía a cuenta. Ahora, a las puertas del desastre, esos mismos poderes persisten en su negociete, esta vez en torno al Apocalipsis, y nos piden que sigamos consumiendo lo mismo o más, pero que no nos olvidemos de reciclarlo todo, hasta la conciencia.

La incorrección política les pirra siempre y cuando sean ellos quienes la despachen; para todo lo demás son la versión más dramática de los ofendiditos

Pero el cambio de pantalla en el que hoy me quiero detener atañe directamente a la política. El mundo está cambiando de pantalla, caminamos desde hace tiempo a otro orden bastante alejado de lo que conocemos actualmente como sistema democrático. Todo ello, por supuesto, se produce sutilmente, de manera más implosiva que explosiva, y desde el corazón mismo del sistema. Me estoy refiriendo al cambiazo que nos están dando desde dentro los partidos de extrema derecha, esas propuestas políticas que defienden (por supuesto de tapadillo) no pocas cosas –“Sí, Peter, cosas nazis”, diría el dibujito animado- que van en contra de ciertas libertades fundamentales y de los derechos humanos, políticos y sociales que tanto trabajo nos ha costado conquistar.  

Emmanuel Macron ha logrado impedir que Marine Le Pen (de los Le Pen de toda la vida) toque poder. En Alemania también han puesto dique a la extrema derecha. Y España is different. El Partido Popular ya ha concedido en un gobierno regional parte del poder a una formación política que ampara y alienta a quienes niegan que el machismo asesina a las mujeres, y hacen todo lo posible por criminalizar a los niños y niñas que están en España sin su familia, que se han quedado pillados en el mito de Santiago y cierra España, y que parecen no soportar que haya gente que no viva ni piense ni se ayunte como ellos; que van de víctimas ante los medios, que se apropian de las reivindicaciones de sus antiguos aparceros y que están en contra del estado de las autonomías pero no se quieren perder ni una. Y aquí no hay más memoria histórica que sus gónadas toreras. A esos a los que no se les puede llamar neofascistas porque les da un pitango, pero ellos a ti sí te pueden insultar llamándote “bruja” o “feminazi”. La incorrección política les pirra siempre y cuando sean ellos quienes la despachen; para todo lo demás son la versión más dramática de los ofendiditos. Castilla y León ha sido la avanzadilla; y con solo un poquito de mala suerte, en pocos meses el Partido Popular podría poner en manos de Vox parte del destino de Andalucía. Al menos Juan Manuel Moreno en ningún momento nos ha negado tajantemente que esto no vaya a ser así.

Lo que hasta hace pocos años eran figuras políticas prácticamente outsiders, al filo de lo estrafalario o la marginalidad, ahora representan y canalizan la aversión hacia los otros, hacia cualquiera que represente a los otros

A quienes les conviene, o al menos no les molesta la ascensión de la ultraderecha ni en lo local ni en lo global, les suele venir bien el argumento de que es el pueblo soberano quien habla en las urnas y elige a estas formaciones políticas. Vivan las caenas. Como si acaso el hecho de que haya gente que los vote hiciera sacrosanto y admisible dentro de una democracia avanzada buena parte del contenido que proponen. Y aquí es quizá donde hay que detenerse. ¿Qué está pasando para que cada vez más personas voten como quien tira piedras sobre su propio tejado?, ¿se trata meramente de una moda?, ¿puede el descontento invitar a elegir estar peor de lo que ya se está?, ¿qué formación en derechos y libertades tenemos?, ¿qué vivencias?, ¿qué desarrollo personal?

Lo que hasta hace pocos años eran figuras políticas prácticamente outsiders, al filo de lo estrafalario o la marginalidad, ahora representan y canalizan la aversión hacia los otros, hacia cualquiera que represente a los otros. Es la identidad individual y nacional construida contra todo y contra todos los demás; es la identidad individual y nacional construida como una fortaleza falsa, pero aparentemente inexpugnable y segura. No solo don Guido “de mozo muy jaranero/ muy galán y algo torero;/ de viejo, gran rezador”, los vota, sino su desamparado palafrenero. He aquí el gran cambio de pantalla.   

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