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Cárceles españolas, otra pena de muerte

Cárcel de Córdoba

Juan José Téllez

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Hay una España que no existe y está entre rejas. El año pasado, en su interior murieron 158 personas, en su mayoría víctimas de sobredosis. Tres muertos consecutivos, en los últimos días, en la algecireña cárcel de Botafuegos confirman que ese siniestro goteo también llevará la pena capital a ese mismo país en ningún lugar a lo largo de 2020.

Ojalá el nuevo programa de Jordi Évole, como en su día ocurriera con la mítica “Cuerda de presos” de Jesús Quintero, arroje luz sobre nuestros presidiarios, en un perpetuo fuera de juego informativo. Las prisiones españolas han cambiado grandemente desde que cerró la mítica cárcel de Carabanchel. Nada que ver, desde luego, con el Conde de Montecristo evadiéndose del castillo de If o de Papillon sobreviviendo a la Guyana. Ahora, hay cárceles con piscina, un indudable recurso higiénico, lo que engorila lo suyo a quienes pretenden que las cárceles de hoy sean como las mazmorras que conoció Cervantes. En El Dueso ya no se amotina Malamadre pero han logrado ofertar dos platos a elegir respetando el precio global de un menú que no llega a cuatro euros por recluso.

Frente a ese estereotipo de las prisiones patrias como lugar de promisión, lo cierto es que las estrecheces son tan notorias como que España tiene uno de los menores índices delictivos de la Unión Europea pero, al mismo tiempo, uno de los mayores contingentes de presidiarios.Unión Europea Quizá por ello ahora el Ministerio del Interior piensa incentivar económicamente a los responsables carcelarios que faciliten la evolución al tercer grado y el alivio del censo carcelario. El día a día de la inmensa mayoría de nuestra geografía penitenciaria se ve marcado por episodios de violencia, agresiones y reyertas, por sistemas tan controvertidos como el régimen FIES, las sujeciones mecánicas o el régimen de aislamiento. También, por asuntos aparentemente triviales pero terribles como registros humillantes a familiares, laberintos judiciales no siempre bien resueltos a pesar de los esfuerzos de la abogacía, traslados sin sentido, el transporte desde el centro de las ciudades a este extraño mundo en el extrarradio o la permanencia en prisión de personas con serios problemas mentales y de drogodependencias, una patología dual que quizá encontraría mejor acomodo en programas de salud mental o comunidades terapéuticas.

158 cadáveres

158 cadáveres son muchos cadáveres. Algunos de ellos proceden de esa galería de la muerte que suponen las enfermedades terminales sin un plazo preciso para las excarcelaciones que reconoce el reglamento y que es una de las principales reivindicaciones de la oleada de huelgas de hambre que protagonizan numerosos presos desde hace un par de años y que, en los últimos meses, se han convertido en turnos rotativos de diez días: esta protesta apenas ha trascendido fuera de sus muros, a pesar del apoyo de grupos alternativos que han llegado a convocar concentraciones y marchas que terminaron convirtiéndose, lamentablemente, en un sermón en el desierto.  

Hay muertos y muertos, eso sí. Dos de los fallecidos en Algeciras lo fueron por sobredosis de metadona, aunque no estaban inscritos en los programas de metadona. Se supone que a la sombra no hay droga, pero también se supone que todos los españoles tienen derecho a trabajo y a vivienda. Ahora, empiezan a funcionar unidades caninas para rastrear maría, doñablanca o lo que fuere en los vis a vis. Y los sindicatos de funcionarios reclaman mejores medios para detectar el trasiego de estupefacientes ante sus propios ojos.

Sin embargo, hay un capítulo de bajas que es claramente sistémico. La anterior administración española privatizó la vigilancia exterior de las cárceles para dar cuelo a las empresas –que no a los trabajadores—que se habían quedado sin trabajo de guardaespaldas tras la disolución de ETA. Pero, al mismo tiempo que se buscaban recursos económicos para duplicar ese trabajo que corresponde a la Guardia Civil, se desatendía la contratación de sanitarios –la prisión de Pamplona se quedó sin médicos hace unos días—y los servicios de enfermería. Algo que el actual Gobierno debería corregir, siempre y cuando existan profesionales que quieran trabajar en la trena, en unos servicios de salud que siguen sin ser transferidos a las comunidades autónomas del territorio donde se ubican sus pabellones.

Uno de los asuntos pendientes que deberá afrontar en esta dicha etapa Ángel Luis Ortiz, al frente otra vez de la Secretaría de Instituciones Penitenciarias, estriba en dar cumplimiento a la Ley 16/2003 de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud que dispone que “los servicios sanitarios dependientes de Instituciones Penitenciarias serán transferidos a las comunidades autónomas para su plena integración en los correspondientes servicios autonómicos de salud”. Lo que pasa es que muchas comunidades se resisten a ello: un dineral que no siempre será felizmente compensado.

Química y dejadez administrativa

¿Qué pasa cuando faltan médicos, enfermeros o farmacéuticos y hay que establecer turnos? Que durante el fin de semana no hay nadie en dichos servicios y hay dosis farmacológicas que deben racionarse a diario y que, cuando llega el viernes, tienen que repartirse en un solo día los preparados que tienen que tomarse a lo largo de esa jornada, el domingo y el sábado. Un festival de psicotrópicos, benzodiazepinas, antipsicóticos o ansiolíticos. Ese es el principal asesino que opera en las prisiones: un cóctel explosivo de química y dejadez administrativa. Los responsables carcelarios conocen al dedillo estas sospechas, pero sigue sin ocurrir nada, salvo una muerte tras otra, las protestas de Tu Abandono Me Puede Matar o de los familiares a los que por cierto tampoco siempre se les ofrecen las explicaciones y la piedad necesaria en estos casos.

En España, por ahora, sigue sin existir la pena de muerte. Pero no lo parece.

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