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Más cornadas da Aguirre
La Excrecentísima señora doña Esperanza Aguirre Gil de Biedma Borrell y Vega de Seoane, condesa de Bornos y Grande de España (tan Grande que para decir sus ocho apellidos españoles sólo tiene que mencionar los tres primeros) tuvo la condescendencia de hacerse carne entre nosotros, sus humildes vasallos, haciéndonos el inmerecido favor de no exigir que nos tendiéramos a su paso para evitar con nuestros harapos que su egregia Persona entrara en contacto con el sucio suelo andaluz. Eso sí, privándonos del enorme honor de hacernos un relicario con el trocito de nuestro capote que haya pisado, que haya pisado tan lindo pie.
La ex presidenta madrileña -y si el tiempo lo permite y la autoridad divina no lo impide, futura presidenta de España- se plantó en Sevilla para afearnos nuestro escaso amor a la Patria y a las corridas, extremo en el que se equivoca, ya que nuestro amor por las corridas mejora la media nacional, sobre todo la de los vascos. La señora condesa estaba invitada para dar el pregón de la temporada taurina y contagiada del ambiente torero, se nos vino al centro del redondel para ofrecernos una faena valiente a base de derechazos, aunque al final falló en el descabello y se quedó sin cortar rabo. A pesar de todo, salió a hombros por la Puerta del Príncipe, que más que una puerta grande es una puerta giratoria en la que hay que instalar semáforos, según dicen los que entienden algo de cuernos.
Encierro en Madrid
Y es que la afamada diestra venía de torear en Madrid, plaza en la que se encerró con seis toros, seis, de la desacreditada ganadería de Laguardia Urbana, a los que recibió a porta gayola, aunque con tal mala fortuna que tuvo que refugiarse en el burladero, donde con ayuda de los sobresalientes (de su partido), de los alguaciles, los picadores, los banderilleros y dos números de la Guardia Civil, consiguió devolver a los toriles a los seis morlacos a la espera de que un juez dicte sentencia; que seguramente consistirá en rejonear a los bichos, para que otra vez tengan cuidado a quién embisten.
Por eso no es de extrañar que doña Esperanza empezara la faena asegurando que el amor a los toros se lo inculcaron en casa después del cristianismo y del amor a la patria, lo que explicaría sus complejos procesos mentales. Luego afirmó que ella venía de un encaste bravo y valiente (y astifino diría yo) y que hay años en los que ella misma se da miedo por su temeridad y osadía; aunque pecó de humilde, que sus miserables vasallos le tenemos miedo todos los años. Y así, crecida como estaba, la señora condesa llamó malandrines, cobardes y gentes de escasa altura intelectual a los que no nos gusta que torturen a una criaturita de Dios hasta darle la más atroz de las muertes entre los aplausos de cientos de patriotas, caritativos cristianos de elevado intelecto.
Tales deducciones me sumen en una profunda melancolía, ya que si no me gustan los toros ni el Real Madrid, odio todas las zarzuelas (excepto la de marisco), no voy a misa ni a las procesiones y no tengo unos calzoncillos con la bandera de España, a lo mejor resulta que no soy español y tengo que nacionalizarme en Suiza, como los dirigentes del PP; aunque ellos, muy patriotas, lo hacen porque la moneda es el franco.
En un punto tengo que afear la conducta de la señora condesa de Bornos, ya que mucho fardar de casta bravía, pero no tuvo lo que hay que tener para terminar la conferencia como le pedía el cuerpo, que no era llamando a los toros, sino a las palomas con un sonoro “¡Pitas, pitas, pitas!”: no en vano sus oyentes eran andaluces.