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Un día sin nosotras
No sé si esto valdrá para algo, me digo al levantarme mientras revuelvo en los cajones en busca de una camiseta o un jersey rojo. Hoy, 8 de marzo, plataformas feministas de todo el mundo han convocado una huelga bajo el lema #adaywithoutawoman. Durante el día de hoy se llama a las mujeres a no trabajar, no consumir, no hacer tareas domésticas y vestir de rojo para reivindicar la igualdad. La protesta ha partido desde Argentina y rápidamente ha sido replicada en muchos países, con mucha fuerza en Estados Unidos, donde el movimiento #WomensMarch se ha convertido en uno de los frentes más potentes ante las políticas de Donald Trump.
No sé si valdrá de algo, me repito, teniendo en cuenta que soy autónoma, tengo el frigorífico lleno, poco más que un par de gatos que cuidar y además sigo sin encontrar el dichoso jersey. Ninguna de mis conocidas me ha dicho que vayan a secundar la huelga, y tras una breve búsqueda en google descubro que tampoco lo tendrían fácil si quisieran: de hecho, en España no hay convocada ninguna jornada completa de huelga para hoy.
Solo hay anunciados paros parciales (en algunos casos de apenas media hora) y únicamente un sindicato, la Confederación Intersindical, ha registrado oficialmente la convocatoria para dar cobertura legal a las trabajadoras que respondan a la llamada #nosotrasparamos. Las grandes centrales, UGT y CCOO, apoyan moralmente las protestas, pero no han tomado ninguna iniciativa al respecto. Es chocante.
Localizo en el armario de la ropa de verano una camisa burdeos, bastante antigua, quizá de los tiempos en los que aquel director me citó en su despacho, preocupado porque tuviera pensado casarme o ser madre. “Tengo grandes planes para ti”, me dijo henchido de satisfacción. Yo, bastantes años más joven que ahora, no supe, pude o quise reaccionar. Lo único rojo aquel día fueron mis mejillas. Poco después me ascendió, aunque al tiempo descubrí que cobraba menos que otros jefes de mi misma categoría.
Descarto la camisa. De todas maneras ya no me cabe (a quién quiero engañar) y sigo buscando. En el perchero, colgada junto a una chaqueta negra que también me queda pequeña, hay una camiseta de rayas azules que vestí en una reunión de antiguos alumnos. Una fiesta en la que acabé besando a alguien sin ganas, sólo porque sentí que había llegado demasiado lejos en el coqueteo para dar marcha atrás. Sólo porque tuve miedo a quedar mal. Mis amigas me recuerdan a veces este episodio. Dicen que soy demasiado amable.
Desalentada, me centro en los zapatos. ¿Con tacón o sin tacón? ¿Cuánto tiene que andar una mujer en huelga? ¿Lo medirá Endomondo? Intento recordar un momento heroico, algo que me levante el ánimo. Es 8 de marzo, no te me vengas abajo. Pienso en la líder de Podemos en Andalucía, Teresa Rodríguez, y su valiente denuncia contra la repugnante agresión de un empresario sevillano. Pienso en las mujeres que con muy poca o ninguna protección se atreven a denunciar a sus parejas. Pienso en aquella vez (quizá la única vez) que me atreví a responderle a un acosador callejero. Su cara de estupor. Su absoluto desconcierto. También mi euforia contenida. Aquel hombre me miraba como si me hubiese vuelto loca.
Me rindo con la ropa. Aparte de apuntar mentalmente en mi lista de tareas una buena limpieza de armario, y consciente de que quizá sirva para poco, también me acabo de convencer de hacer huelga hoy. Como la hicieron aquel 'lunes negro' las mujeres polacas, que consiguieron con su paro masivo detener una machista ley antiaborto. Como la hicieron en Islandia hace 40 años para denunciar la discriminación femenina. Como la harán hoy muchas mujeres en Estados Unidos para pararle los pies a Trump. A las ocho de la tarde estaré con todas vosotras (y sin todas nosotras) en la Plaza Nueva. Aunque no tenga la camiseta roja. Aunque nadie me eche de menos. Aunque no cambie nada. Aunque la única que cambie sea yo.