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Error/horror de aceptar convivir con el maltratador

Violencia machista en Europa / Infografía: Belén Picazo

María Iglesias

¿Está loca Antonia Martos? ¿Acaso no ha sido ella la víctima de su marido, el jiennense Sebastián Medina Carreras, condenado cuatro veces por maltrato? ¿No ha sido ella quien más le ha sufrido (aunque sólo lo contara cuando él se atrevió a atacar con un hacha al hijo mayor de ambos)? ¿Entonces cómo ahora lo acoge en su casa de la que a él, además de una orden de alejamiento lo había de separar su más férrea voluntad?

En este caso ha llamado la atención -con toda lógica- que la Audiencia Provincial del Jaén y concretamente el magistrado Pío Aguirre ex-vocal del Consejo General del poder Judicial haya autorizado el reinicio de la convivencia en el hogar. Sin que ello justifique la alarmante decisión jurídica, en su argumentación se recoge como elemento de peso, junto a los 78 años del acusado y un deterioro físico y psíquico “percibido a través de vídeo de juicio oral”, el “interés de su esposa en convivir con él, en recogerlo, según sus palabras, dado que no tenía dónde ir y viéndolo todos los días deambulando por el pueblo”.

“Me da lástima, no lo vamos a dejar en la calle como a un perro”, ha explicado la mujer al periodista Ginés Donaire de El País. Martos y su maltratador han abierto la puerta al reportero y le han atendido en presencia de los hijos, de 24 y 20 años, que declararon alegría por el reencuentro, si bien eludieron secundar la negación paterna de haber pegado a la madre.

Ojalá fuera un caso aislado. El pasado 5 de este mes Marian González fue asesinada en Torremolinos (Málaga), a manos presuntamente de su expareja. Y aunque Marian, burgalesa, era distinta a Antonia, de otra generación, más joven, con formación de filóloga, independiente económicamente gracias a su trabajo de maestra de inglés en el colegio Mar Argentea desde 2009, sin hijos,... la información dada por su familia tras su muerte revela un comportamiento semejante con su victimario, al menos durante los dos últimos años de los siete que convivieron. En ellos, pese al deterioro de la relación, ella le permitía seguir en casa porque, en palabras de la hermana de Marian, “él no trabajaba y a ella le daba lástima”.

Son muchos los episodios, cuando uno ya sería demasiado. El de la granadina Ana Orantes, en 1997 (Pp. 84 de este informe de UGT), semanas después de denunciar en Canal Sur TV cuarenta años de maltrato pareció suponer un punto de inflexión en la conciencia social, mediática y política que cristalizó en 2004 en la Ley Integral contra la Violencia de Género. Pero en esta última década ha habido en España 658 feminicidios. Y hay repuntes escalofriantes: la semana pasada se registraron cinco muertas en 48 horas. Hace tres semanas, cuatro en dos días.

A pesar de ello y de que no es como antaño cuando estas realidades se ocultaban y si saltaban a los telediarios lo hacían con la pseudo-romántica etiqueta de “crimen pasional”, sigue habiendo amenazadas de muerte, dianas de palos y torturas psicológicas que se resisten a dejar de justificar a sus compañeros, a denunciarlos y romper con ellos.

Mujeres a cuyo castigo no debemos contribuir ni con análisis simplistas ni con paternalismo. Ni locas, ni tontas, ni enfermas de un extremo síndrome de Estocolmo. Congéneres nuestras, coetáneas. Con la aviesa fortuna de haber dado con bellacos en vez de con esos magníficos compañeros que no sólo hay, sino que son más. Algunos de los cuales, por cierto, lideran movimientos de rechazo a leyes retrógradas para nuestros derechos, como el proyecto Gallardón para prohibir el aborto.

Ahora bien, que habrán recibido, desde niñas, una idea distorsionada del amor erótico, de la necesidad de buscar y lograr pareja porque en esa unidad de dos radica la supuesta felicidad. La han recibido, eso seguro. Porque lo hacemos todas. Somos objeto de un bombardeo masivo de cuentos de princesas (durmientes o poco despiertas). Se los contaron a nuestras progenitoras, nos los contaron a nosotras e incluso cuando somos madres vigilantes, interpretantes críticas, esas fantasías se cuelan sibilinas por los tiernos oídos de nuestras hijas y contribuyen a formar un ideario del amor, del placer, de la realización “vía boda”, que es malsano -sumiso, complaciente, necesitado-.

¿Será casualidad que siempre sea una hermosa quien bese a un repulsivo sapo? ¿Que una Bella se apiade, consienta, llegue a “enamorarse” de una masculina “Bestia”? ¿Y al revés no, jamás?

Tal detalle llamó la atención de una mujer del mañana, hoy niña de 7 años llamada Paula que lo puso en mi conocimiento. Y en efecto hemos de estar atentos a los mil y un filamentos invisibles de la urdimbre social para cambiarlos por los que nos permitan tejer un futuro en que ninguna mujer perdone el desprecio, el guantazo del hombre al que ha amado. Sencillamente porque tras el insulto o el golpe no haya compensación posible (ni caricia siguiente, ni arrumaco, ni paseo de la mano, ni falsaria reconciliación, ni promesa de vejez compartida, de muerte en compañía). Sencillamente porque tras el punto de no retorno no sienta amor. En versos de Idea Vilariño “Ya no”.

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