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Morir en soledad

Valme

Lina Gálvez

En las últimas semanas se han dado dos casos en Andalucía de personas fallecidas en los servicios de urgencia de sendos hospitales sin que el personal médico interviniese, o lo hiciera demasiado tarde, para salvarles la vida. Ambas personas estaban solas en urgencias. Cuando las llamaron para ser atendidas, no acudieron porque se encontraban en un estado que no les permitía bien ser conscientes del aviso, bien responder a él. Los responsables de urgencias dieron por hecho que estas personas se habían marchado y se desentendieron.

Los medios han relacionado estos episodios con los recortes en sanidad realizados durante la crisis y de los que nuestros sistemas de salud aún no se han recuperado, en parte porque la salida de la crisis se ha llevado a cabo aplicando medidas de austeridad y una lógica privatizadora que merma enormemente los recursos necesarios para mantener los servicios públicos esenciales.

Siendo esto cierto, creo que es preciso hacer una reflexión más amplia acerca de cómo se articula nuestra sociedad y cómo se elaboran los protocolos, en este caso hospitalarios, que la rigen, así como sobre las profundas transformaciones que están teniendo lugar en la actualidad sin que se desarrollen políticas adecuadas para prevenir situaciones como las arriba mencionadas o similares.

El funcionamiento de nuestros hospitales asume que las y los enfermos siempre estarán acompañados por una persona, normalmente un familiar, más exactamente una mujer. El mandato social del cuidado hace a las mujeres responsables de las tareas relativas a éste que afectan a los miembros de su familia. Esta situación no se ha visto realmente alterada por la masiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, ya que, por ejemplo en el caso español, las mujeres seguimos empleando más de dos horas al día que los hombres en el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. Pero la disponibilidad de las mujeres ya no es total y las altas tasas de divorcio, viudedad o celibato nos hablan de muchas personas que están solas, viven solas y posiblemente acudan solas a los hospitales. Por tanto, los protocolos deberían cambiar.

Sin embargo, los recortes aplicados durante la crisis han supuesto la externalización a las familias –asumiendo que todas las personas la tienen– de gran parte del cuidado que antes proveían o facilitaban los servicios públicos. Esto, además de grandes desigualdades vinculadas al género de las personas, la renta y la disponibilidad de tiempo de las familias, genera problemas para quienes viven solos, especialmente para aquéllos que no disponen de una red familiar o social que los asista o que no tienen ingresos para contratar a alguien que eventualmente los cuide.

Y es que ese desmoronamiento de los servicios públicos tiene lugar en sociedades cada vez más individualistas, donde, además, las nuevas tecnologías permiten una conectividad virtual que está muy alejada de los modelos de sociabilidad comunitaria que existían antaño y que podían hacer saltar las alarmas cuando dejábamos de ver por un tiempo a nuestro vecino o vecina.

En España, los datos de la Encuesta Continua de Hogares 2017, relativa a la situación de 2016, reflejan que 4,6 millones de personas viven solas en nuestro país y un 25,2% de los hogares españoles son unipersonales. Eso no quiere decir que estas personas vivan desconectadas de redes familiares o sociales, pero sí que tenemos que saber que el porcentaje de este colectivo va en aumento. En 2016 eran 54.100 personas más que el año anterior, un incremento del 1,2%, y, por tanto, es probable que un número cada vez mayor de personas se encuentre en situación de soledad.

No existen estadísticas, como en otros países, que nos informen del número de personas que mueren solas, pero es muy posible que, si no se hace nada para remediarlo, esta cifra vaya en aumento dado el galopante envejecimiento de la población española y la baja tasa de fecundidad de las mujeres españolas, que no es independiente, por cierto, de la desigualdad de género.

En un país como Japón, con un proceso de envejecimiento muy acelerado y una tasa de fecundidad casi tan baja como la española, además de altas tasas de celibato, se calcula que 30.000 personas mueren anualmente solas en sus casas. No se conoce la cifra de las que lo hacen solas en hospitales o residencias, porque la estadística se basa en los datos del gran número de empresas dedicadas a limpiar los apartamentos de las personas que mueren en soledad y cuyos cadáveres son descubiertos, normalmente, pasado un tiempo. Los servicios de limpieza de las muertes en soledad cuestan una media de 2,230$ a los propietarios de los inmuebles que quieren dejarlos listos para volver a alquilarlos. De hecho, una vez que estas empresas terminan su trabajo, es como si esas personas nunca hubieran existido.

En el Reino Unido, gracias en parte a la iniciativa política de la parlamentaria laborista Jo Cox, asesinada en 2016 por un hombre de extrema derecha, sabemos que unos 9 millones de personas declaran estar solas y no tener a nadie con quien hablar o compartir sus experiencias. El gobierno de Theresa May ha creado una Secretaría de Estado para lidiar con este problema. El objetivo de dicha secretaría es desarrollar una amplia estrategia sobre el tema, elaborar nuevas estadísticas y realizar estudios, así como asignar un presupuesto a las comunidades y al tercer sector para que pongan en funcionamiento actividades que conecten a la gente.

Desconozco el resultado que tendrá la labor de este departamento en un país que está privatizando a mansalva los servicios públicos, recortando los subsidios a las personas que los necesitan, y que, desde los años ochenta del siglo pasado, se ha empleado a fondo para desmantelar la sociabilidad de las comunidades obreras. Un país cuyo anterior primer ministro, David Cameron, promovió la idea de una Big Society (una sociedad grande) frente a la del Big State (un estado grande), dentro de su lógica neoliberal de menor presencia y gasto público.

En cualquier caso, bienvenida sea la iniciativa o el intento. Es importante que los cambios sociales que estamos experimentando sean objeto de políticas específicas que afronten también el creciente fenómeno de la soledad de las personas en sociedades cada vez más pobladas y, teóricamente, más interconectadas. Es posible que la respuesta deba ir en la línea de unir el desarrollo de los servicios de atención públicos con el fomento de las redes de solidaridad comunales, para que nadie, a no ser que sea su deseo, tenga que enfrentarse a la muerte en soledad o aceptar que, una vez fallecido, una empresa de limpieza lo haga desaparecer para siempre, también de la memoria de los vivos.

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