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Mujeres difíciles al poder
¿Quién es Theresa May, que ayer tomó posesión como primera ministra británica y a la que ya han bautizado -originalidad ante todo- como la nueva “Dama de Hierro” tras Margaret Thatcher? Si nos fiamos de lo que están contando a la prensa sus conocidos, amigos, adversarios y compañeros de partido, Theresa May es una mujer “diligente”, “muy trabajadora” y “muy preparada”, aunque “no demasiado creativa”. Es también una mujer “reservada” que puede a menudo parecer “fría” y “distante” hasta haberse ganado entre algunos el apodo de “Reina de Hielo de Westminster”. “No es fácil trabajar con ella”, resume un colega al referirse a su carácter fuerte, mientras otros la califican de “dura”, “terca”, “autoritaria” o incluso “manipuladora”. Un antiguo dirigente conservador, en un desliz ante un micrófono encendido, no se ha andado con rodeos: “Es una mujer endemoniadamente difícil”, ha dicho. Caray con Theresa. Sabe hacer amigos.
Ahora trate el lector de hacer un ejercicio: regrese al párrafo anterior y pruebe a sustituir el nombre de Theresa May por el de Hillary Clinton, Angela Merkel, Dilma Rousseff, Christine Lagarde, Condoleeza Rice, Madeleine Albright, o la propia Margaret Thatcher. ¿A que le suena haber oído lo mismo de ellas? La conclusión es chocante. Una de dos: o todas las mujeres poderosas son iguales, o a todas las mujeres poderosas las vemos igual. Las dos opciones, claro, igualmente inquietantes. Preguntémonos, ¿es que no hay más adjetivos en el diccionario para describir el liderazgo femenino? ¿Por qué parece que se juzga a los hombres por sus acciones y a las mujeres por su carácter? ¿No sonaría ridículo e inverosímil que describiéramos con las mismas palabras a Vladimir Putin y Pepe Mugica, a Obama y Kim Jong Un, a Donald Trump y a Nelson Mandela?
¿Elogios?
Incluso cuando se pretende ser elogioso se acaba demasiado a menudo por elegir términos que esconden un sutil -o nada sutil- matiz peyorativo. De las cualidades que gustan de las mujeres líderes, de las jefas o en general de las buenas empleadas, destacamos que son preparadas, disciplinadas, tenaces, organizadas y discretas, y nos cuesta más ver en ellas genialidad, brillantez, chispa, capacidad de improvisación o inventiva.
Sin ir más lejos, el eslogan principal de la campaña electoral de Hillary Clinton consiste en repetir, una y otra vez, que es la candidata “más cualificada” para la Presidencia, como si dieran por hecho que es la mejor virtud de la que puede presumir o la que más van a apreciar los electores, que nunca le exigieron experiencia a Obama o a Reagan, por cierto. O como si no estuviera ya claro que está más preparada que un patán ignorante como Trump, que se jacta precisamente de su falta de experiencia política y de tener un talento natural para el éxito. El argumento de Clinton, de lo menos sexy y estimulante que se estila en comunicación política, se arriesga además a un efecto boomerang que ya han señalado algunos analistas: ser percibida como una arrogante o una sabionda entre el electorado más tradicional. Muy típico.
A las mujeres ambiciosas las consideramos peligrosas y sin escrúpulos. A las que tienen ideas claras tendemos a verlas como inflexibles y testarudas. A las asertivas, como prepotentes. Hace un par de años, la CEO de Facebook impulsó la discutida campaña #banBossy, a la que se sumaron estrellas como Beyoncé, para denunciar el uso de la palabra “mandona” al referirse a las mujeres en puestos de poder. Theresa May, por cierto, ha hecho lo contrario: ha abrazado la expresión #bloodydifficultwoman como leit motiv personal: “Gran Bretaña necesita mujeres endemoniadamente difíciles”, ha defendido desatando una corriente de adhesiones en redes sociales.
Que quede claro: no soy precisamente una fan del Partido Conservador de Theresa May, estoy radicalmente en contra de las políticas de Merkel o Lagarde, Thatcher siempre me pareció una tipa peligrosa, y Rice fue cómplice imperdonable en las mentiras de Bush. Tengo mis días con Hillary Clinton, aunque siempre me ha gustado más que Sanders, y sobre Rousseff cada vez parecen más evidentes las sombras de corrupción.
No se trata de defender la gestión de estas políticas en particular, sino de evitar que, ahora o en el futuro, haya mujeres fuertes, brillantes, talentosas, carismáticas y geniales que renuncien a dar un paso adelante y tomar el timón, ya sea porque no se sientan lo bastante duras y frías como exige el estereotipo, o peor aún, porque decidan no mostrar su fuerza por miedo a no ser queridas.