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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
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Los intocables

Juan Antonio Gil de los Santos

Economista y diputado de Podemos Andalucía —

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En la naturaleza todo ecosistema se basa en el equilibrio de los elementos que lo conforman, que son, además, interdependientes entre sí. Si ese equilibrio se perturba de forma considerable y llega a romperse, la pervivencia del propio ecosistema queda comprometida.

Las relaciones que se dan entre sus elementos son de muy diverso tipo: ya sean, entre otras, sinérgicas, simbióticas o parasitarias. Mas estas relaciones tan heterogéneas se conducen en un equilibrio de fuerzas balanceadas, en una continua armonía bajo un engranaje de poleas biológicas compensadoras y descompensadoras.

La sociedad también puede explicarse a través de un sistema con diferentes elementos, en el que se circunscriben diferentes relaciones. A lo largo de su historia, la humanidad ha evolucionado siempre, relacionándose tanto con su entorno como internamente, respondiendo estas concomitancias a diferente naturaleza. Y es, de nuevo, la correlación de fuerzas la que encadena un relato de conceptos tales como justicia, toma de decisiones, reparto de recursos, etcétera, dándose en las sociedades modernas no sólo espacios competitivos sino también solidarios.

La pregunta clave es: ¿hemos sabido como sociedad alcanzar ese equilibrio?

Y el tipo de respuesta que obtengamos en función de donde provenga es de por sí significativo. Porque a lo largo de la historia, la voz que fue relatando estos equilibrios u ordenes de las cosas ha sido proyectada desde unas élites privilegiadas que, usando todo su poder de recursos y de los medios de comunicación a su alcance en cada época, han ido urdiendo una realidad particular y no colectiva. Por tanto, la construcción de equilibrio dejaba a la gran mayoría de los agentes sociales fuera del espacio minúsculo que han ido representando emperadores, clero, reyes, colonizadores, dictadores, gobiernos democráticos o grandes multinacionales.

Las relaciones que se han dado, y que se siguen dando, entre esas élites encaramadas a una posición de fuerza y el resto de la sociedad, mayoritaria, como os podéis imaginar y siguiendo el símil ecologista, han distado mucho de ser una relación simbiótica y han estado más cercanas a una posición en el que el peso del trabajo se cargaba sobre los hombros de los más débiles, mientras los beneficios quedaban en el lado poderoso de la balanza.

Esta mayoría social ha transitado desde un origen de total subordinación en época de reyes ungidos hasta la actual, donde el poder recae en una oligarquía político-económica, pasando por los pequeños avances con la creación de la seguridad social a finales del siglo XIX. El equilibrio del ecosistema en nuestras generaciones pasadas ha brillado por su ausencia, adaptándonos también muy mal en el impacto que hemos tenido con los recursos de nuestro entorno.

El Estado de Bienestar fue un espejismo que pronto personajes como Friedman y sus Chicago Boys se encargaron de descabalgar para dar paso a un neoliberalismo cruento que llegó a desencadenar guerras en América Latina y acabar con sus gobiernos democráticos. Ese hipercapitalismo fuera de control, que no sólo ha ido deteriorando condiciones laborales y desmantelando lo público, sino que en los últimos años ha ido expulsando del sistema a millones de personas. Lo conquistado durante más de un siglo para estrechar la enorme brecha  social ha sido dinamitado en apenas treinta años, aunque cada país lo haya experimentado a un ritmo distinto. Mientras en España el régimen democrático empezaba a andar en los años de La Movida, el Thatcherismo (asesorado por la escuela de Chicago tras su experiencia en América latina) hacía de las suyas. No tardaría mucho en extenderse globalmente como una plaga.

La clave, en el sistema impositivo

El sistema no ha dejado en ningún momento de estar desequilibrado, desde el momento en el que la toma de decisiones parte de una élite y no desde una mayoría social. Pero ha sido en estos últimos años de política austericida (basada en falsos postulados) cuando el desapego hacia aquellos que menos tienen y la impunidad internacional (paraísos fiscales) ha consentido que la situación haya llegado a un punto de no retorno, acabando con ese Estado de Bienestar que comenzábamos a vislumbrar. En Europa y antes en América Latina, con la complicidad de los órganos institucionales y el sistema financiero, han detraído de la ecuación de la construcción de una sociedad más justa (tanto en sus canales competitivos como solidarios) la capa fundamental en la que ha de sustentarse, y que no es otra que un sistema impositivo progresista.

El señor Friedman y sus Chicago Boys diseñaron un plan para, valiéndose de los soportes de poder de las oligarquías, desmantelar los servicios creados por el Estado del Bienestar y derivarlos a paraísos fiscales, donde estos recursos no tributaran. Para ello, debían desmantelar primero los servicios públicos hacia un sistema privado, más opaco, para mediante argucias legales y convenios internacionales trasladar los beneficios hacia cuentas en paraísos fiscales, donde no tributan o lo hacen a unos porcentajes anecdóticos.

Casos recientes como el escándalo de los papeles de Panamá han revelado cómo las políticas de recortes que quedaban justificadas porque nuestro sistema fiscal no recaudaba suficiente dinero como para sostener el nivel de servicios públicos, se han desmontado por cuanto la evasión fiscal era la razón real que justificara ese desmantelamiento de lo público. El modus operandi de privatizar para terminar desfalcando es un trazo recurrente que puede investigarse en varios países desde que la infame política neoliberal se llevase a la práctica.

¿Qué hacer para reconducir el sistema?

Tal como ha sucedido a raíz del hartazgo político y la llegada de las mayorías sociales a las instituciones, se deben recorrer caminos similares para democratizar la economía y acabar con los convenios internacionales que permiten el desfalco de los recursos públicos. Y para ello, hay que poner los medios necesarios para acabar con la impunidad de los que evaden sus impuestos, que son además los que más tienen, y que de forma negligente atentan contra el sostenimiento de todo el sistema. Acabar con los que se creen intocables. Y recuperar el equilibrio.

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