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Rivero Taravillo: “Un buen librero puede ser un buen gestor, pero rara vez un gestor de otro tipo de comercios es un buen librero”

Rivero Taravillo

Alejandro Luque

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Poeta, novelista, aforista, traductor, biógrafo de Luis Cernuda y coordinador de varias publicaciones, Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), ha hecho de todo en el ámbito de la literatura. Incluso vender libros: entre 2001 y 2006, fue director de la sede sevillana de Casa del Libro, en un momento clave para el desarrollo del sector en España. Sus recuerdos de aquel periodo los condensa ahora en el ensayo autobiográfico Un hogar en el libro (Newcastle Ediciones).

“En aquel periodo hubo un cambio de paradigma”, subraya el autor sobre aquellos primeros años 2000. “En el mundo de las librerías, empezó a darse una concentración que también se estaba produciendo en el ámbito de las editoriales, con la absorción de numerosos sellos por parte de grandes grupos, al tiempo que surgían numerosas editoriales independientes. Casa del Libro fue un hito en ese sentido, y por mi despacho pasaron la mayoría de aquellos nuevos editores; fue una experiencia muy enriquecedora. Era gente muy vocacional, con las ideas muy claras, y el tiempo ha consolidado sus expectativas. Por poner dos ejemplos, citaría a Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, y a Diego Moreno, de Nórdica”.

Fue el momento, también, en que todas las librerías se dieron cuenta de que no podían limitarse a despachar libros: tenían que dinamizarse, acoger actividades y convertirse, más que en tiendas, en verdaderos puntos de encuentro. Rivero Taravillo lo recuerda así: “Casa del libro fue una de las pioneras, y siguiendo las instrucciones de la central madrileña, nos lo tomamos muy en serio. El programa en aquellos años fue intenso, rico y variado, con casi un acto diario. Fuimos, por ejemplo, la primera librería de Andalucía que tuvo un taller de escritura, algo que quise incorporar desde el principio”.

Nubarrones en el horizonte

“Yo he sido muy frecuentador de librerías, además de lector y escritor”, prosigue este sevillano de adopción, “y tomé ideas de muchos sitios. Quisimos conjugar lo grande, el hecho de contar con una gran superficie, con un fondo exhaustivo, con el mimo a los lectores. Hubo conferencias, un taller filosófico, actividades infantiles… Y muchas de todas aquellas iniciativas se mantuvieron en el tiempo”.

Pero, ¿en qué consistió exactamente aquel cambio de paradigma? ¿Qué ocurrió en aquel tiempo para que se produjera una transformación profunda de las librerías? “Entre otras cosas, fueron los años en los que empezaron a asomar dos nubarrones en el horizonte, Amazon y el libro electrónico”, recuerda. “Amazon sigue ahí, pero al final el libro electrónico ha demostrado ser un cauce alternativo que complementa al libro físico, pero en absoluto ha alcanzado las cotas que se vaticinaban entonces. El libro físico ha resistido muy bien por la perfección de su formato, es un invento maravilloso. Y tal vez porque estamos cansados de pantallas, hallamos un refugio en las tres dimensiones, en lo palpable y en el descanso de la iluminación. Todo eso hizo que volviera el libro clásico con mucha fuerza”.

La experiencia de Rivero Taravillo al frente de la Casa del Libro de Sevilla no era la primera en el sector. Con anterioridad había atendido una librería de idiomas, hoy desaparecida, en la capital hispalense. “Allí estuve once años. Mi vocación de librero fue accidental y vocacional, y junto a la parte más comercial, pude cuidar la selección de literatura. Para alguien con mi perfil, Casa del Libro era la meta ideal”.

Las reglas del negocio

A este respecto, el autor de Un hogar en el libro sonríe cuando se le pregunta si este oficio se parece en algo a lo que se ve en muchas películas: un librero ocioso que goza de mucho tiempo para leer o tomar té con los clientes. “El librero debe tener un espíritu comercial y saber cómo funciona el mercado. Muchos libreros fracasan porque esa idea romántica eclipsa al aspecto económico. Los más perjudicados son quienes se embarcan en una librería sin conocer los rudimentos del negocio, que es muy sacrificado, y donde siempre hay mucho que hacer. Ningún librero tiene tiempo de leer en sus horas de trabajo, y si lo hace, es que la cosa no marcha bien. Quien, a pesar de ello, persevera, es que tiene vocación. Quien sigue solo la idea bisoña del librero de las películas se estrella sin remedio”.

“Sin embargo, últimamente asistimos al efecto contrario: se está sustituyendo a la gente del sector por gente que viene de otros sectores, algo parecido a lo que señaló André Schiffrin en La edición sin editores. Ya puede hablarse de librerías sin libreros”, agrega. “Mi idea es que un buen librero puede ser también un buen gestor, pero rara vez un gestor de otro tipo de comercios es un buen librero. En el libro se aplican muy pocas de las reglas que rigen en los demás sectores”.

Cernuda superventas

Los años de Rivero Taravillo como librero fueron los del boom de Soldados de Salamina, los de J. K. Rowling, y las esperadas Memorias de mis putas tristes de García Márquez, así como la consolidación de una editorial como Acantilado, gracias en parte a su recuperación de las obras de Stefan Zweig. Curiosamente, el libro más vendido de aquel tiempo fue una edición de Ocnos con las Variaciones sobre tema mexicano de Luis Cernuda. “También destacaría el momento de oro de las guías turísticas. Era una época de bonanza, y las ventas de este tipo de libros fueron increíbles. Los destinos más exóticos se agotaban y el nivel de reposición era espectacular”.    

Entre las figuras que pasaron por Casa del Libro de Sevilla de aquellos tiempos, además de ejercer de anfitrión de dos premios Nobel como Mario Vargas Llosa y Gao Xingjian, el librero recuerda especialmente al poeta Eugenio Montejo, así como a los emergentes talentos latinoamericanos como Ignacio Padilla, Jorge Volpi o Roberto Bolaño.        

Por otro lado, hubo también entonces una eclosión de sellos andaluces, impulsados por un programa de subvenciones de la Junta de Andalucía que arrojó resultados desiguales. “Hubo muchos que vivían en gran parte de aquellas ayudas, y desaparecieron con éstas. Baste decir que en 2005-2006, la Asociación de Editores de Andalucía (AEA) tenía unos 90 miembros, y hoy no son ni la mitad. No quiero decir que no haya que dar subvenciones, pero sí discernir el grano de la paja, qué editoriales son sólidas y cuáles van a remolque de las ayudas sin tener un proyecto”.

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