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Migrantes trasladados a Málaga y abandonados en la estación de autobuses

Interior de la estación de autobuses de Málaga, el martes por la noche | N.C.

Néstor Cenizo

Ya desde el exterior de la estación de autobuses de Málaga se ve que dentro pasa algo inusual para la hora que es, la una de la madrugada. Esparcidos en pequeños grupos, o sentados en el suelo, o reconociendo el terreno, hay decenas de migrantes que no saben muy bien qué hacen aquí. Han llegado alrededor de las once de la noche desde Algeciras y no han encontrado a nadie. Ni una ONG, ni la Policía ni nadie les ha dicho dónde dormir, dónde comer, qué hacer.

“No sé, yo voy a Granada. ¿Tú ves cómo hablo español? No he venido con ellos”, dice un chico que hace de intermediario en la primera toma de contacto con los migrantes. Ni él sabe qué hacen allí, ni parecen saberlo ellos mismos. Desconcertados, casi todos visten unas sudaderas que sobran con este calor pero que no pueden guardar en otro sitio. Uno agarra una botella de agua y bebe lo que queda de ella en un momento. Dos chavales piden un bolígrafo y papel y enseguida escriben algo que les dicen por teléfono: “Lérida-Barcelona”.

Según dicen, la policía de Algeciras les ha enviado aquí. “Nos han dicho que vayamos con este papel a la estación y que allí nos van a dar un billete. Después nos han traído a Málaga. Sólo eso”, explica Makha, senegalés, mientras enseña el billete de autobús Algeciras-Málaga y el papel que ha mostrado para que se lo den: una notificación de “acuerdo de devolución” fechada el 23 de julio. Todos guardan los mismos documentos doblados y manoseados.

En la estación hay unos 40 migrantes (52, según ha comunicado APDHA el miércoles por la mañana), pero en los dos autobuses de línea en los que los metieron en Algeciras venían más, en torno a 70, según calculan ellos. Muchos, los que tienen familiares y un destino, se han marchado de Málaga nada más llegar. Hay cameruneses, senegaleses, malienses… Muchos tienen Francia como destino europeo. Pasaron meses en los bosques de Tánger antes de cruzar el mar.

Algunos llevan aún una pulsera verde que les puso la policía, que les ha retenido durante 72 horas desde que llegaron el sábado a mediodía a Tarifa. En un francés con fuerte acento, tratan de hacerse entender. “En Algeciras nos han dicho que veníamos a Málaga, que nos esperaban las ONG y llegamos y nos encontramos solos”, añade Alain, marfileño, que se pregunta cómo es posible que no haya nadie que los reciba en Málaga y les explique qué deben hacer a partir de ahora.

No tienen dinero y sólo un par de ellos tienen un móvil y una tarjeta española recién comprada. Makha explica que entiende que han llegado muchos y que los medios son limitados, pero qué menos, dice, que alguien les pregunte qué van a hacer, les permita llamar a familiares o amigos en Europa o les ayude a llegar a su destino: “Pero no depositarnos en una estación, y largarse y dejarnos aquí, donde no conocemos a nadie. Esto no lo puedo comprender”. Más o menos a esta hora estaban llegando al Puerto de Málaga otras 115 personas rescatadas de dos pateras.

Expulsados de la estación

A la 1, un guarda de seguridad los echa a todos: “Tengo que echar a mucha gente todas las noches, pero la verdad es que no, esto no lo había visto nunca”. Al salir, se encuentran con el paisaje habitual en el exterior de la estación de autobuses de Málaga: en torno a una decena de personas durmiendo en la calle, envueltas en mantas, que no muestran especial interés por lo que sucede alrededor.

Tampoco el único taxista que espera a esta hora se había encontrado esto en los diez años que lleva dando servicio nocturno en la estación de autobuses. Pronto aparece un chico guineano, más joven, con cara de extrema preocupación. Se llama Louis Kaliva. Pide que llamemos a Cruz Roja, pero nadie responde. Luego llama a algún contacto en Marruecos, apagado, y por fin a un número francés, que tampoco le da solución. Quizá lo mejor sea llamar a la Policía, dice, pero los otros le quitan la idea de la cabeza. Mejor no decir nada a la Policía porque nunca se sabe, vienen a decir.

A la una y media aparece la primera ayuda. Es una trabajadora social de Bienvenidos Refugiados, con una cuartilla escrita a mano donde aparece la dirección de Cruz Roja y CEAR, que tiene asignada la primera acogida en Málaga. Les explica que hoy dormirán en la calle, pero mañana pueden ir a esos lugares. “Es muy difícil, vamos que es imposible, que les den un lugar donde dormir, porque está todo desbordado, pero deben intentarlo”, les dice. “¿Qué puedes hacer por nosotros? Quiero decir, ¿qué puedes hacer por nosotros?”, pregunta uno de ellos con insistencia.

El taxista, que habla francés con fluidez, les dice que podrán ir por la mañana y que en taxi apenas son diez minutos y unos cinco euros. “¿Pero cómo vamos a pagar cinco euros si no tenemos dinero?”. Entonces les dibuja un plano. La trabajadora social les recomienda que vayan todos en grupo, pero tampoco lo ven claro: “Si vamos los 40 vamos a llamar mucho la atención. Nos van a detener. Ni siquiera hablamos español para preguntar”.

Apoyado en la columna, un chico hace señas. Se señala el pie y tiene cara de pasarlo mal. Pide que lo llevemos a un hospital. El taxista se ofrece a hacerlo gratis. Le acompañará la trabajadora social. Uno de ellos le pide la botella de agua que lleva en el coche y se la acaba de un trago.

Otro recrimina con aspavientos que saquemos la cámara, y aunque explicamos que no habrá fotos que les identifiquen, preferimos guardarla. Rápidamente, media docena de ellos se disculpan insistentemente por el encontronazo. “Estamos juntos, no pasa nada. Lo entendemos. Estamos muy preocupados, con problemas, y algunos son así”.

Han decidido que pasarán la noche aquí, y que a la mañana siguiente irán por grupos a Cruz Roja y CEAR. Algunos eligen el césped, otros el suelo y otros una marquesina. Quizá alguno pida el estatuto de refugiado. A las 2 y cuarto de la madrugada nos despedimos y cuando ya estamos lejos el chico de la cara de preocupación viene corriendo: quiere apuntar su nombre completo en el cuaderno.

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