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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Nuestra bandera griega

Pablo Lópiz Cantó

La batalla que se está jugando en torno a Grecia no afecta exclusivamente a los griegos. Eso es, de alguna manera, lo que ha puesto de relieve el gesto de apoyo que se ha hecho desde el gobierno del Ayuntamiento de Zaragoza, pero, qué duda cabe, también desde una infinidad de cuentas de facebook o twitter, en toda una serie de columnas de opinión o, incluso, en multitud de conversaciones que se han cruzado en las calles durante los últimos días. Hay toda una serie de saberes que no tienen que ver con los expertos. Saberes que circulan entre la gente, que la gente produce y hace proliferar, pero que no se aprenden ni en las escuelas ni en los medios de comunicación. Saberes menores que, sin embargo, son capaces de movilizar poblaciones enteras.

Estos saberes no son necesariamente intuitivos ni mucho menos simples. Muchas veces revisten una complejidad altísima y manejan unas matrices de análisis altamente sofisticadas. Es difícil señalar al sujeto de esos saberes, porque no es nadie en particular. Son saberes que forman algo así como un nuevo sentido común, una percepción compartida que, por ello mismo, no pertenece a nadie en concreto. De ahí que, frecuentemente, esos saberes se inserten en frases como “todo el mundo sabe que...”, sin que seamos capaces de designar exactamente quién es ese “todo el mundo” que, obviamente, no es un universal que abarque a la humanidad al completo.

Pues bien, todo el mundo sabe, al menos en este país y, probablemente, en todo el sur de Europa, que la batalla que se está jugando entre el gobierno griego y la Troika es, en realidad, una batalla en la que se juegan nuestras vidas. Porque, en definitiva, los contendientes de esa batalla no son ni el gobierno griego ni la Troika. Los contendientes son otros: quienes se están peleando somos nosotros —un “nosotros”, es cierto, difuso, complejo y plural— y el depredador gobierno neoliberal. Porque todos sabemos que lo que se está jugando es, en último término, una guerra entre el capital financiero internacional y las multitudes sedientas de democracia: económica tanto como política, si es que aún esa diferencia es posible.

La batalla ya está teniendo lugar —quizá nunca ha dejado de tenerlo—, y, sin embargo, no en todos los frentes se desarrolla con idéntica intensidad ni de igual manera. Volvamos a lo que todo el mundo sabe, a ese saber que las más de las veces el que escribe no hace sino extraer y poner bajo su firma, a ese saber común que nos dice, incluso a nosotros que hemos odiado todas las banderas, que, aquí y ahora, nuestra bandera es la bandera griega. Todo el mundo sabe que el Banco Central Europeo y, más en general, los poderes financieros internacionales han dado una tregua al Estado Español con el fin de generar las condiciones de estabilidad económica necesarias para que las opciones electorales de transformación y contra la austeridad no avancen. Esa tregua consiste en establecer un muro de contención para que lo que queda de las clases medias no siga cayendo a plomo en la pobreza. Todo el mundo sabe que esa tregua no puede durar. La pregunta que nos hacemos sin descanso es si durará hasta antes o después de las elecciones generales. Si la tregua, decretada unilateralmente por los poderes financieros, dura, entonces es más que probable que el PP vuelva a ganar las elecciones y el PSOE sea capaz de mantener un porcentaje de voto suficiente como para seguir existiendo.

Bajo esta hipótesis, lo que vendría después se parece mucho al apocalipsis. En primer lugar, es previsible que se produzca la expulsión de los gobiernos locales de las apuestas municipalistas a través de mociones de censura, con lo que se cerraría el proceso abierto de recomposición de las mediaciones institucionales, desapareciendo cualquier posibilidad de acolchar los golpes que el capital lance contra la población. Pero, en segundo lugar, lo que es más importante, ya sin la necesidad de contener los movimientos electoralistas antineoliberales, se pondrá fin a la tregua para reabrir un nuevo ciclo de crisis-estafa, sin apenas posibilidad, esta vez, de privatizar bienes público-estatales, y, por tanto, afectando de manera más directa si cabe que el ciclo del 2008 a las condiciones de vida de la gente. Ahí seríamos Grecia pero sin Syriza y, ausente todo horizonte de transformación por vía electoral y sin organizaciones de base capaces de vehicular el malestar popular hacia proyectos colectivos, nos veríamos abocados a una más que probable intensificación del conflicto en el ámbito de orden público. La Ley Mordaza, en vigor desde ayer, jugará un papel fundamental si la situación deriva hacia el conflicto abierto en las calles. De hecho, ese parece ser su sentido. Tal y como están ahora las cosas, no se puede esperar sino que la población sea, literalmente, aplastada.

Es en la disputa abierta entre Grecia y la Troika donde se juega, en gran medida, si este escenario apocalíptico se evita o no. Mariano Rajoy, así como Pedro Sánchez, son conscientes de que en ello se juega su futuro. De ahí sus más o menos aceradas críticas a la opción de someter a referéndum las condiciones impuestas por la Troika. En caso de que triunfase el “no”, la crisis de legitimidad de las instancias de gobierno europeo se verían fuertemente afectadas y, probablemente, las inyecciones de liquidez que viene haciendo el BCE al estado español se suspenderían, poniendo de relieve el carácter “ficticio” de la estabilidad económica de los países del sur. Esto supondría un gravísimo problema para el gobierno de la nación, que ha estado vendiendo la baratija de una falsa recuperación, y situaría a las opciones electorales de cambio ante un panorama alentador frente a las generales. Bajo esta segunda hipótesis, se borra el horizonte apocalíptico, pero no por ello éste se transforma ni mucho menos en el paraíso. Se abriría, eso sí, la posibilidad de seguir viviendo con un mínimo de dignidad y, lo que es más importante, la posibilidad de seguir luchando.

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