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“¡Salvemos lo insustituible!”, gritó un vecino de María de Huerva al ver cómo el nivel del agua subía rápida e irremediablemente en su bodega. No podían hacer nada, solo salvar lo que, aun con tiempo y dinero, no podrían reemplazar jamás. Cogieron fotos, papeles y algún objeto de esos que no valen nada y lo son todo para uno. Electrodomésticos, vehículos, muebles, enseres… prácticamente nada se ha salvado en los garajes, bodegas, viviendas o empresas en los que el lodo lo ha impregnado todo.
La Puebla de Alfindén fue, el mismo domingo, bajo esa lluvia intensa que agudiza el instinto de supervivencia, mi primer contacto con este desastre. En un garaje una pareja y algunos amigos sacaban agua con palas, badiles y una bomba. Tenían experiencia. “Con esta se me ha inundado el sótano doce veces”, dijo, con la cara de resignación de quien no tiene tiempo ni para enfadarse, el dueño de la casa. Para creerle solo había que echar un vistazo rápido al suyo y al resto de garajes, la ingente cantidad de objetos en unos y la escasez en este confirmaban su relato sin necesidad de cotejar su versión.
En el hotel de enfrente toda la planta baja estaba anegada. Esa palabra se repite una y otra vez ante episodios extremos de lluvias o riadas pero no se entiende su dimensión hasta que ves la imagen con tus propios ojos. Dos ascensores abiertos con un metro y medio de agua, un amasijo de sillas, biombos… Un hotel sin luz con unos huéspedes de cinco estrellas. Todos se apiñaban en una charla distendida en el hall del hotel mientras propietario y trabajadores daban indicaciones a los bomberos que achicaban el agua e intentaban digerir lo que acababan de vivir.
Tampoco era la primera vez para los empresarios del polígono Agrinasa entre Cadrete y Santa Fe. Las tres naves de la fábrica de sofás, la primera en recibir la embestida del agua desde la autovía Mudéjar, tenían la marca en las paredes del metro y medio de lodo que cubrió estructuras de madera, metal, rellenos, telas, máquinas… Lo mismo una calle más atrás, empresas de construcciones metálicas, inyectados de plástico... Las entregas que debían haber salido esta semana no lo harán jamás. Hay que volver a empezar pero no hay fecha, a muchos la maquinaria no les funciona, no saben si lo hará, las pérdidas son muchas, no hay capacidad y aliento para calcularlas de momento.
Unos han hablado de calles o carreteras que han cambiado el curso de los barrancos, de tuberías nuevas que no parecen absorber acometidas extraordinarias como las del pasado domingo. Necesitan soluciones. Gobierno de Aragón, CHE y ayuntamientos tienen que trabajar de la mano y ese ha sido el mensaje que han trasladado, pero los afectados necesitan que lo hagan con urgencia y contundencia porque para muchos no es la primera vez, porque cuesta mucho esfuerzo remontar según qué situaciones, porque no todos pueden y menos si es ya la segunda, tercera o tu vez número doce.
Concentrados en limpiar el barro al levantar la vista, muchos de los afectados se han visto rodeados de desconocidos que estaban a su lado, en sus casas, ayudando en lo que podían. “Han venido todos los jóvenes del pueblo” me contaba emocionada una vecina de María de Huerva. “Que no les llamen la generación de cristal porque han estado al pie del cañón los primeros”, añadía una concejala que organizaba a los voluntarios. Lo mismo en el polígono, entre empresas, prestándose material, compartiendo trucos para acabar antes con el dichoso lodo. Entre tanta polarización política y con una sociedad que parece empecinada en vivir en el descontento y el enfrentamiento constante, parece que la emergencia sigue sacando lo mejor de nosotros. Quizá esta España es cainita, pero a lo mejor lo es, sobre todo, de boquilla.
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