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Lo contó Sanmartín en la presentación. Lo contó. Contó lo de la chica. Luego os lo contaré.
Fui a la presentación de Costa Oeste, el último libro de poemas de Fernando Sanmartín. Una vez escribí que Fernando Sanmartín es un lujo secreto que tenemos en mi ciudad. En otra ocasión dije que uno sube por el paseo de Sagasta con la esperanza de, al terminar, encontrar a Fernando Sanmartín bebiendo una Fanta de naranja en la terraza de la entrada del parque Pignatelli. Eso ya no ocurrirá. Pero podemos encontrar a Sanmartín en otros lugares. Podemos encontrarlo en París o en Venecia, que no está mal tampoco. Podemos encontrarlo en Göteborg, como ocurre en los poemas del libro que presentó.
Cuando yo era muy joven, conocí a Fernando Sanmartín. Fue quizás el primer escritor al que pude observar de cerca, como se observan las especies más exóticas de un zoológico. De Sanmartín me sorprendió el compromiso y la dignidad con la que afronta siempre su escritura (él jamás dice “literatura”). Sanmartín es la única persona que yo conozco que pone el punto final en todos los mensajes de WhatsApp. Eso ya te lo dice todo. Cuando hemos quedado a tomar algo y nos han puesto en la mesa, como cortesía, un bol de patatas fritas, Sanmartín mantiene la compostura mientras yo no puedo aguantar y me las como todas. Eso siempre me genera cierto desasosiego. Pero Sanmartín no es un asceta o un cartujo. Nada de eso. Nadie exprime la vida como Sanmartín. Quizás porque ha conocido todas sus caras. Sanmartín es un escritor al que le gusta sentarse a contemplar manadas de alces y que en ocasiones se ha enamorado de las dependientas de la perfumería de El Corte Inglés. Una vez, por San Valero, casi invita a Habermas a roscón.
Sanmartín dijo en la presentación que no le interesaba la ficción. Que lo que le interesaba era, precisamente, la vida. Eso me gustó. Y dijo también –y también me gustó– que un poema es el reflejo de una experiencia personal que busca conectar con otras experiencias personales.
Y contó la historia que os decía: una vez, en una caseta en el Día del Libro, se le acercó una chica buscando su firma y le dijo: “Soy el personaje de tu novela”. En la portada se reproducía un retrato hecho por un pintor polaco de hace cien años. Era el retrato de una chica y, en efecto, se trataba de la misma joven que Fernando Sanmartín tenía delante en aquel momento. Aquello le impactó y aún hoy lo cuenta sorprendido. Es una historia bellísima, pero a mí hay algo que me sorprende y que me impacta todavía más. Verse reflejado en una portada puede causar asombro. Pero es más asombroso ver eso en el interior: encontrarse a uno mismo en la historia que cuenta otro. Que dos experiencias personales se conecten a través de las palabras. Se reflejen. Es lo que me pasa siempre con los libros de Fernando Sanmartín. Podemos seguir llamándolo “escritura”. Pero todos sabemos que se trata de algo más.
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