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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La política

Pablo Lópiz Cantó

Hay un pasaje muy conocido del libro Alicia a través del espejo en el que se discute acerca del sentido de las palabras. En dicho pasaje Humpty-Dumpty —el hombre-huevo que se balancea sobre una tapia, inconsciente de su fragilidad— le dice a Alicia que, cuando él usa una palabra, ésta significa lo que él quiere que signifique. Cuando la niña pone en duda que las palabras puedan significar muchas cosas diferentes, el hombre-huevo responde que esa no es la cuestión, que la cuestión es saber quién manda. Él pone a trabajar a las palabras y, cuando hace que una palabra trabaje mucho, siempre le da una paga extra.

En política y, muy especialmente, en política electoral, es frecuente ver cómo unos y otros pelean por el significado de las palabras. Se observa con meridiana claridad en palabras como “paz” o “democracia” y, ahora, en expresiones como “cambio”, “ciudadanía” o “transparencia”. Quienes envían ejércitos de drones a bombardear poblaciones desarmadas se consideran a sí mismos los adalides de la paz. Quienes promueven formas fuertemente verticales y de concentración del poder dicen hacerlo por y para la democracia.

El problema no es nuevo. Es, junto con el problema de la servidumbre voluntaria, la cuestión central que caracteriza la política moderna. Estalla definitivamente con Lutero y los debates que genera la Reforma. Con  las disputas, tantas veces sangrientas, en torno a la llamada Regla de Fe. ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras? ¿Qué significan sus palabras? ¿Quién tiene derecho a interpretarlas? Ignacio de Loyola primero y, más tarde, toda la Contrarreforma son categóricos al respecto. La última palabra la tiene la Santa Iglesia Católica. Lutero no había sido menos dogmático. Unos y otros, cada cual a su manera, repiten lo mismo para decir cosas distintas: “las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen”. Sin embargo, en el siglo XVI, unos cuantos fueron capaces de sostener posiciones antidogmáticas. El nominalismo medieval deriva, en cierta forma, en escepticismo. El filósofo Michel de Montaigne, ejemplo acabado de esa fidelidad a las posiciones escépticas, hace grabar en su biblioteca la que será su divisa: “Que sais-je?

Muchas veces la política, también la de los de abajo, se parece a un mundo de hombres-huevo balanceándose todos sobre una tapia, inconscientes de su fragilidad y haciendo significar a las palabras aquello que ellos quieren que signifiquen. Si hemos de hacer caso a Jaques Rancière, quizá la política sea, justamente, eso: el espacio del desacuerdo. Porque el desacuerdo no se produce entre uno que dice “blanco” y otro que dice “negro”, sino entre quienes diciendo lo mismo se refieren a cosas distintas. Quienes responden de manera diferente a una misma cuestión pueden entablar un dialogo e, incluso, llegar a un pacto; pero quienes usando las mismas palabras dicen cosas distintas quizá sólo puedan entablar una lucha por ver quién manda. Una lucha por ver quién decide el sentido de lo que se dice. Entre alguien que defiende la república y alguien que defiende la monarquía puede existir un acuerdo fundamental en la medida en que ambos hablen el mismo lenguaje, siempre y cuando compartan el sentido de las palabras que usan. Pero, ¿qué ocurre entre quienes, diciendo defender lo mismo, habitan un desacuerdo más básico? ¿Qué ocurre entre quienes dentro de un mismo idioma, hablan lenguas distantes? La política se reduce, muy probablemente, a un combate en torno al significado de las palabras.

A quienes consideran que la política tiene que ver con la lucha por la dignidad, con las luchas por pan, techo y trabajo, o con la lucha por una renta básica, seguramente les sepa a poco esta definición de la política como combate en torno al significado de las palabras. Sin embargo, es ahí, en el espacio del desacuerdo donde se juega todo. ¿Qué es una vida digna? ¿Qué significa “pan, techo y trabajo”? Porque, “pan”, ¿incluye poder comer pescado, carne, frutas y verduras, o quien lo dice pretende reducir el significado de la expresión a su literalidad? ¿Cuando se defiende una renta básica, se está defendiendo, como Pedro Sánchez o muchos de los teóricos neoliberales, un impuesto negativo, es decir, una subsidio para que los pobres desempleados puedan seguir compitiendo con los pobres que tienen empleo, o bien nos referimos a un ingreso social que nos libera a todas de la esclavitud del salario?

Ahora que parece que muchos quieren construir “en común”, quizá sea conveniente empezar a aclarar qué queremos decir unos y otros con esa expresión y con otras tantas. Qué queremos decir cuando decimos “cambio”, “democracia” o “confluencia”. Quizá sea el momento propicio de trabajar en la elaboración de la herramienta política básica, aquella sin la cual las demás carecen de toda consistencia. Quizá sea tiempo de construir, sin dogmatismos —sin partidos ni iglesias—, algunas nociones comunes: una lengua compartida. En eso consiste hacer política. Recuerden si no cómo acaba Humpty Dumpty, el hombre-huevo. Se rompe al caer de la tapia.

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