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La ruta de una enfermera rural en Huesca: “Este 'bicho' genera una incertidumbre tras otra”

La enfermera María Fuertes en el consultorio de Sesa, Huesca.

Pablo Alvira Fuertes

Huesca —

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Los coches ya se escuchan por la A-1213. Los camiones vuelven a circular con su nueva normalidad y la enfermera María Fuertes siente de nuevo la vida camino al centro de salud de Grañén, a 25 kilómetros de Huesca. “Al principio de la pandemia no me cruzaba con nadie. Estaba vacío y daba la sensación de mucha soledad”, afirma la enfermera recordando los meses pasados. Como muchos otros sanitarios ha sentido los coletazos de la COVID-19 en primera línea. María, madre de dos hijas, es la responsable de los consultorios de Novales, Piracés y Sesa. “A todos nos dio un ‘flash’, veíamos a la gente en China con mascarillas y nosotros estábamos igual. Ahora que ha pasado un poco la crisis, estamos fatigados, muy cansados. Han sido tres meses de mucho trabajo, pero sobre todo de emociones”, comenta.

El vertiginoso aumento de los casos positivos de coronavirus en España generó una vorágine de sensaciones. Rabia por no tener los materiales adecuados para proteger y protegerse. Tristeza porque había personas cercanas mostrando síntomas. Sin olvidar la impotencia de no poder hacer más, que sólo se mitigaba con la alegría de ver cómo algún paciente se curaba y recibía el alta. Los profesionales de la sanidad del medio rural trabajan con una población envejecida y de riesgo. En Grañén, que no alcanza los 1.800 habitantes, hay tres residencias de la tercera edad. “Se trabaja con precaución. Pasas temor cuando vas a una casa porque a la persona le duele la cabeza. No sabes si puede estar contagiado, por eso vamos a los domicilios con todas las medidas posibles de protección. Nos protegemos por el anciano y por nosotros”, dice la enfermera.

Fresas y guardaespaldas en Piracés

María termina de colocar en el maletero el fonendoscopio, el tensiómetro y varias bolsas con los equipos de protección individual, conocidos como ‘epis’, para comenzar el día. Perdiendo en el retrovisor el centro de salud, se dirige en coche al consultorio de Piracés. Diez minutos por una carretera casi invadida por los campos de cultivo. Piracés es una pequeña localidad de la comarca de los Monegros situada en lo alto de una colina, escoltada por la Peña Mediodía. A principios del siglo XX vivían casi 300 personas y ahora no pasan de 80. Poco a poco se van reabriendo los ambulatorios para que los habitantes de los pequeños núcleos no tengan que desplazarse al centro de salud. Comienza la consulta. El primer paciente es Antonio, que aparece con la mascarilla puesta. Al rato, llega José Luis, quien no la lleva “por falta de costumbre”, dice, y deja dos bolsas llenas con fresas de su huerto, una prueba de la relación cercana que tiene la enfermera con sus pacientes.

“Como hay poca gente puedes estar más tiempo atendiéndolos y conoces cómo son y sus problemas. Siempre están agradecidos. Te traen judías, lechugas, huevos o borrajas. Son pocos, pero muy generosos. Si tienen cuatro acelgas en el huerto, regalan dos y las más majas”, señala María. Mientras termina de desinfectar la consulta llega el turno de Jesús Sánchez, el alcalde del pueblo. Le acompaña un guardaespaldas particular: su perro, quien no necesita indicados para que quedarse fuera esperando, aunque mira la puerta desde el rellano. Jesús comenta que al ser una localidad pequeña la pandemia se ha vivido con normalidad: “Ni siquiera la Guardia Civil nos ha llamado la atención. Eso sí, se ha vivido con miedo al tener mucha gente mayor. Por la televisión alertaban mucho y fue bien para que la gente fuera más responsable y estimular sentido común”.

Suena el móvil de María. Se trata de una urgencia en Sesa, un pueblo a ocho kilómetros de donde se encuentra. Un paciente debe someterse a un electrocardiograma y la médica que debería hacérselo no puede acudir. Así que toca realizar la última consulta, coger el coche y encarar la carretera que transcurre cerca del Canal del Cinca dirección a esta pequeña localidad. En Sesa también se ha notado el descenso de población. A principios del siglo XX superaban los 800 habitantes y ahora tiene 250. Durante el viaje y como es habitual en la zona en esta época, hace un sol de justicia. Por lo general, circulan camiones que van o vienen a las explotaciones ganaderas y agrícolas, pero hoy no hay ninguno. Aumentando así la sensación de soledad y aislamiento, mientras los buitres vigilan esperando alguna presa en lo alto de los montes.

Un gato “a medias” en Sesa

“Más miedo que al principio no lo sé, pero si hay un repunte ahora estamos mejor preparados y mentalizados. Aunque este bicho genera una incertidumbre tras otra”, dice María mientras se viste con su EPI. La enfermera entra en el coche y conduce hasta el domicilio del paciente. Mientras, cerca del consultorio de Sesa, aparece Jesús a quien le han cancelado la cita por la urgencia. “Son cosas que pasan”, dice mientras sostiene un sulfatador en la mano. Sobre la pandemia, explica que en el pueblo “si no se hubiera hecho la cuarentena, no habría ocurrido nada. Lo habitual es que en un día normal no te encuentres a nadie por la calle”.

Solo el canto de los jilgueros rompe el silencio en esta localidad custodiada por la ermita de la Virgen de la Jarea. Cerca de ella, conversan Sacramento y Mari Carmen. Ambas han vivido el confinamiento en Sesa y destacan el apoyo de la alcaldesa, Sonia Blanco: “Venía cada día y nos animaba, nos ponía música por la megafonía del pueblo, teníamos bingo y hacíamos algún crucigrama”. En cambio, Mari Carmen ha tenido más pasatiempos durante el confinamiento: “Soy una persona que le gusta hacer cosas y pensar. Para distraerme me ponía a bordar. También he visto muchas películas de vaqueros. De niña mi padre las veía y yo no entendía cómo le gustaban tanto. Resulta que ahora me he aficionado. Estás ahí dos horas y solo piensas en eso”.

La sonrisa se borra de su rostro cuando habla de los casos en las residencias de ancianos. “Tengo setenta y cinco años y mi madre de cien está en una residencia en Grañén. Cuando oía todas las barbaridades que pasaban en Madrid, pensaba: ‘¡Ay, Dios mío, algún día le tocará a ella!’. El coronavirus de la puñeta, ¿por qué nos habrá venido esta peste?”, lamenta mirando al cielo. La otra gran preocupación de Mari Carmen durante el confinamiento han sido sus nietos que viven en Huesca y han estado “encerrados” en un piso. “Bien se han valido de la televisión y lo que se trajinan entre amigos. El otro día me llamó la atención cuando me dijo: ‘He jugado con Acher’. Le respondí: ‘Pero, ¿cómo con Acher? ¡Si Acher vive en Sesa y tú en Huesca!’. Me respondió que habían jugado con la PlayStation. Y yo digo pero será posible, esto es cosa de brujas. Los tiempos de ahora no son para nosotras”, comenta riéndose junto a Sacramento.

De repente,  un gato gris sale de un portal para unirse a la conversación. “Hace días que no veo a tu gato, tal vez dos meses”, comenta Sacramento. “Hace tiempo ya, sí. Creo que ha cogido el coronavirus y se ha ido”, bromea Mari Carmen. A la pregunta de quién es la dueña del animal que se pasea por la calle, responden al unísono con una mirada cómplice: “Este gato es a medias”.  Por último, ambas piden sentido común a los jóvenes “porque parece que no va con ellos” y realizan un suspiro lleno de intenciones sobre la enfermera María Fuertes: “Es un cielo, no sé qué habría sido de nosotras sin ella”.

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