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Alpinistas versus Sky-Runners

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Un fantasma recorre Europa. Este espectro, que nada tiene que ver con el anunciado por Marx y Engels en su Manifiesto Comunista, es, a primera vista, mucho más prosaico y bastante menos peligroso que la ideología que estos dos señores deseaban difundir. De hecho, no se trata de una ideología sino de una práctica deportiva que de quince años, o un poco más, a esta parte no ha dejado de proliferar y extenderse por el planeta hasta convertirse en una iniciativa compartida por decenas y decenas de países.

Efectivamente, como algunos lectores ya habrán anticipado, nos estamos refiriendo a las carreras y a los corredores de montaña o sky-runners (nada mejor que un anglicismo para poner en valor cualquier ocurrencia). A decir de algunos, el ascenso de esta especialidad ha coincidido en el tiempo –y no por casualidad– con la atonía o el declive de la actividad alpinística. Así, al menos, se expresaba en 2015 un tal Stéphane Herzog en el diario suizo Le Temps. Las razones que algunos expertos alegan para explicar esta supuesta decadencia residen, fundamentalmente, en la comodidad y en la autoindulgencia en la que los occidentales llevamos décadas instalados. Este bienestar se ha traducido en una disminución drástica de las condiciones físicas y psicológicas que se requieren para afrontar los desafíos alpinos. Los nuevos aspirantes no solamente tienen un rendimiento físico menor que el de sus antecesores sino que, además, carecen del compromiso y la fortaleza mental que demostraban ellos y están incapacitados para consagrar años y más años de sus vidas a una actividad que ofrece pocas recompensas económicas o mediáticas. La sangre, el sudor, las lágrimas y la paciencia de las que hacían gala los escaladores de la era clásica carecen de cualquier atractivo para los “milenials”.

Así las cosas, la decadencia del alpinismo, tal y como se concebía en el pasado reciente, y su sustitución por un sucedáneo, el sky-running, es un síntoma, una metáfora o un signo de los tiempos que corren. Lo valores contemporáneos que se están apoderando de nuestras vidas casan mal, extremadamente mal con el alpinismo, pero sintonizan a la perfección con los defendidos por su rival. Los trails, y no digamos los ultra-trails, ofrecen justamente lo contrario, poseen todos y cada uno de los ingredientes que la sociedad actual demanda: espectacularidad, ligereza, velocidad, superficialidad, satisfacción y consumo instantáneos, previsibilidad, individualismo y rivalidad a ultranza. Son, en definitiva, una especie de actualización del “veni, vidi, vici” al que se referían los autores latinos.

Lamentablemente, este modo de entender la actividad montañera olvida y deja de lado sus principales valores, los elementos que la convierten en especial y por los cuales merece la pena practicarla. En primer lugar, la fraternidad, la hermandad o comunidad montañera que surgen a partir del desarrollo de una actividad no competitiva en la que tu vida depende del compañero de cordada es reemplazada por una exaltación del yo, por un narcisismo absoluto y un individualismo atroz. Las hazañas, o son personales e intransferibles, o no tienen sentido. Según Pablo Batalla, el runner es una “mónada ficticia cuyas apoteosis solipsistas sólo son posibles gracias al trabajo callado de miles de personas que velan porque la montaña esté siempre lista para que él y otros la caminen, la corran o la esquíen”.

Por otra parte, las pseudo-aventuras de estos deportistas están dominadas por principios claramente economicistas, criterios propios del sistema capitalista, que no tienen cabida en el alpinismo a la vieja usanza. El runner no solamente lucha denodadamente contra el tiempo tratando de batir su propia marca o la de sus rivales sino que compite con ellos porque las victorias son rentables, generan ingresos a través de los premios en metálico o de la esponsorización fomentada por las marcas comerciales. Es, para decirlo con otras palabras, un estajanovista de la montaña, un Sísifo que necesita generar éxitos, ser más rápido, vencer a quienes tiene enfrente para satisfacer a la maquinaria de la que forma parte, una maquinaria insaciable que siempre quiere más y mejores resultados, mayores dividendos. Sin ellos, se convierte en un don nadie.

Finalmente, y ahondando en el aspecto anterior, el trail-running está lejos de ser un deporte inclusivo o popular porque es gestionado por empresas privadas movidas por el lucro y porque, en casi todas las ocasiones, las firmas promotoras y organizadoras exigen cantidades exorbitantes para participar en las pruebas. Como señala Luis de la Cruz en su ensayo Contra el running, para correr sólo hacen falta unas zapatillas y una equipación básica pero las cuotas y “el turismo asociado al running o las carreras para emprendedores se imponen como nuevas fronteras sociales, lo mismo que los caros complementos de moda”.

De modo que, frente a este modelo de entender la montaña, sólo cabe resistir impregnándonos del mensaje que Frederic Gros nos traslada con las siguientes palabras: “caminar (o ascender cumbres) es vivir una existencia decapada, aligerada, libre de instrucciones vitales y purgada de lo fútil y de las máscaras”. Amén.       

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