Ladrones de altura
Escalar en el Tíbet es una de las experiencias más enriquecedoras que uno pueda tener en su vida. La invasión china de los años 50 ha cambiado poco la situación, al menos en apariencia. Se pasó de una sociedad feudal dominada por los lamas a una violenta dictadura militarizada dirigida desde Pekín. Pero los tibetanos seminómadas del altiplano son la gente más salvaje que se pueda imaginar, y el medio que les rodea es el menos adecuado posible para la supervivencia humana. Ni todos los chinos del mundo podrían despojar al más humilde tibetano del tesoro que todos ellos alojan en su corazón: su infinita fe en el Dalai Lama y en su pronto regreso a la tierra del trono de los dioses.
Pero siendo un pueblo tan rico espiritualmente no pueden ser más pobres en la práctica. Comen un poco de harina de cebada, llamada Tsampa, beben algo de un té salado, al que cuesta acostumbrarse, y chupan pedazos de queso duro como el granito que sabe a cualquier cosa menos a queso. Su tienda de campaña es su casa, hoy aquí y mañana allí, que tiene el techo rajado para dejar salir el humo de las fogatas sobre las que cocinan, fuegos alimentados por boñigas de yak. Como no hay leña para quemar ni nadie puede cavar un hoyo, los muertos se descuartizan sobre una piedra y se dan de comer a los buitres. Allí la religión está presente en todas las facetas de la vida y no extraña mucho que crean en la reencarnación. Pero la necesidad es imperiosa y la visita de escaladores y viajeros equipados como extraterrestres supone una tentación difícil de rechazar por los pastores de yaks que conducen los bultos de las expediciones hasta los diferentes campos base. Utilizan técnicas increíblemente creativas para afanarte hasta los calzoncillos, si te descuidas.
Durante mi primer viaje por allí, en 1993, me quedé rezagado de la caravana de yaks que transportaban a regañadientes nuestros bártulos. Pude observar como uno de los tibetanos, que no se había percatado de mi presencia, rajaba con su cuchillo y sin el menor disimulo uno de nuestros petates e iba metiendo la mano dentro cada 10 minutos: sacaba latas de comida y las depositaba por el suelo, en sitios fácilmente reconocibles, supongo que con la idea clara de recogerlas a la bajada y variar su dieta. Me rompió el corazón recoger buena parte de su botín y guardarlo en mi mochila, pero andábamos justos y no podíamos permitirnos perder comida. El buen hombre aquel se sorprendió al verme sacar de mi mochila lo recuperado y pude ver en sus ojos una mirada de decepción que nunca olvidaré.
Por eso en mi siguiente viaje, algún año después, tomé medidas drásticas. Compré en Katmandú, antes de entrar en Tíbet, 25 o 30 kilos de comida extra variada, latas, galletas y algo de carne. Con ese saco de viandas me presenté ante el jefe de los yakeros y le dije que toda esa comida sería para ellos si ninguna de nuestras pertenencias se ‘volatilizaba’. Por descontado, nada desapareció de nuestro equipaje: aprendí que la compasión es la gran virtud que poseen los budistas, que me ensañaron que es mejor intentar comprender a tu ‘enemigo’ que convertirte en su antagonista. Después de entender eso, todo resulta más sencillo.
Columna publicada en el número 9 de Campobase (Noviembre 2004).