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Perfil

Fidel González, el rabelista de Proaño: “Los de antes sabían mucho aunque no supieran nada, pero no se les hace caso”

El rabelista y artesano Fidel González Peña.

Diego Cobo

Matamorosa —

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Fidel González Peña no encuentra palabra que lo defina. Sí admite que a los siete años ya había hecho un trillo, la escuela de su pueblo y unas patas de caballo, pero cuando hay que encerrar en un concepto su amor a la madera, sus labios solo alcanzan a pronunciar “lo que ves y lo que presento”: casas, vacas, albarcas, rabeles. “Que no sirva de farolada”, dice en su taller de Matamorosa,pero todo lo que he hecho ha llamado la atención”.

Fidel tiene alma de artesano, manos de artesano y mente de artesano, además de 91 años bien llevados, una memoria prodigiosa y una riqueza semántica natural que obliga a echar mano del diccionario. Esa virtuosa mezcla es la que le ha hecho acumular décadas de elogios desde el día en que una señora a la que llamaban “la profesional” y que se dejaba ver por la escuela atribuía la autoría de sus artesanías a su padre: de las manos de un niño no podía nacer aquello. Era el Proaño, en Campoo, de los años de la guerra, donde los chavales aprendían a esconderse de los aviones antes que escribir y Fidel imaginaba tallas y maquetas. A esas primeras piezas, así, le siguieron rabeles y albarcas en las que se fijó un ingeniero de La Naval. El tal Álvarez le pidió que le hiciera unas albarcas y, de propina, le tentó para trabajar en la fábrica. Pero Fidel prefería picar el dalle que forjar acero.

Quizás sus artes con la madera le desciendan por la sangre. Es lo que él intuye en la conversación, aunque pasan el tiempo, las palabras y las disertaciones y acaba cayendo en la cuenta de que esa misteriosa habilidad le viene de un hermano de su abuela y de un tío. Pero esa certeza la suelta definitivamente, tras mucho espolearle, dos horas más tarde: “Es heredado. No hay quien lo quite, no hay quien lo haga”. Porque antes de admitir la evidencia, Fidel remolonea en anécdotas que le absuelven de la obligación de decirse, por ejemplo, “artista”.

Así le definieron unos chicos que vieron su colección de escudos durante una exposición en Santander mientras murmuraban acerca de su excelencia. Cuando supieron que el hombre que había tallado los cuadros estaba entre ellos, lo abordaron y le preguntaron cómo había aprendido esas técnicas. El campurriano dijo que trabaja en el campo y que nadie le había enseñado, que en la escuela ni siquiera tenían lápices de colores. Que él, en fin, no sabe nada. Los curiosos le dijeron que no se lo creían. Pero también le dijeron lo que él aún no se atreve —no sabe, no quiere, no puede— a expresar porque, asegura, no ha estudiado. Ellos, entonces, redoblaron su admiración: “¡Pues más artista aún!”.

Serán cosas de un tiempo pretérito en el que don Ildefonso, cura de Proaño, sustituía al maestro de la escuela en sus frecuentes ausencias. Serán cosas de un tiempo de picar leña, arar, sembrar, cavar, sallar, atender al ganado y levantar cabañas tumbadas por la nieve. Serán cosas de un niño absorto en tablas y puntas movido por una curiosidad innata. “A mí nadie me ha enseñado a hacer nada”, sigue diciendo, resumiendo o insistiendo.

Los 50 escudos que vieron los tres chicos en aquella exposición han adornado las paredes de su salón durante casi medio siglo en el que el rumor de que un hombre pasaba las horas, los días, la vida tallando madera fue creciendo hasta acabar rodando por las Hoces de Bárcena y llegar al “director de la Diputación”. Fidel se refiere al presidente del Parlamento de Cantabria, Joaquín Gómez, que un día le llamó por teléfono para preguntarle si era cierto que tenía una colección de escudos de todas las provincias españolas (sí), si estaba interesado en exponerlos (sí) y si podía visitarle en su casa de Matamorosa (también). Ese fue el preámbulo del acuerdo al que, en el 2021, llegaron Fidel y el Parlamento para exponerlos de manera permanente en la sede de la Cámara autonómica.

El reconocimiento, que durante décadas se mantuvo con mayor discreción, se derramó así por toda Cantabria, aunque el acuerdo siga sin ser suficiente para que Fidel admita, por fin, algunas virtudes. Sí dice que aprendió solo, que los surcos que hacía en el campo para plantar patatas y que el agua no se estancara eran envidiables, que su cabeza aún funciona con solvencia y que su vista es tan precisa que, aunque el otro día se olvidó las gafas en casa, pudo trabajar sin problemas.

Pero de su precisión quirúrgica para tallar culebras, pendientes, collares, ajedreces, cachavas, peonzas, cadenas o carros no exprime ni un adjetivo, aunque al asegurar que los relojes de bolsillo siguen funcionando 40 años después se le escapan las primeras palabras que delatan cierto orgullo:

—Joder, pues ahí están.

Un universo de madera

El taller de Fidel en Matamorosa, donde vive hace más de medio siglo, tiene dos plantas unidas por una escalera casi vertical que trepa con una destreza impropia de su edad. “Pero es que estoy operado de las dos caderas, estoy operado de una hernia, estoy operado de cataratas, estoy operado de…”, se justifica, como si una cadera bien soldada borrara los años que guardan sus huesos. Tampoco parece que levantarse una y otra vez del taburete gaste sus fuerzas a pesar de mi insistencia para que tome asiento. Pero él dice de forma imbatible que así, de pie, se expresa mejor. Y eso que la cadera le incordia desde que se cayó de un caballo a los ocho años y estuvo una semana sin que nadie sospechara nada. Su madre, al verle cojear, le llevó al médico a Santander, que le escayoló hasta el sobaco y le dejó “la cadera más delgada y la pierna más corta”.

En este cosmos húmedo que combate con estufa y varias capas de abrigo y de cuyas paredes cuelgan medallas, diplomas, campanos y rabeles, Fidel sigue imaginando piezas, escucha la radio, suelta virutas y arranca capas de madera para fabricar todo tipo de objetos. Sobre el banco de trabajo tiene estuches con herramientas y una navaja que le regaló un vecino cuando tenía cuatro años. La 108 girodias no la ha vuelto a usar tras muchos dibujos, pero las sierras, las barrenas, los cuchillos, las legras o los instrumentos inventados duermen en cajas y en las paredes hasta que una idea las despereza.

Ahora está fabricando un rabel cuyo extremo es una albarca. “De estos no los verás”, asegura, “y si los ves, son míos”. Acabar el rabel con un adorno es una idea tan original como antigua, ya que en la recopilación de canciones Las Cantigas de Santa María, donde aparecen músicos tocando varios instrumentos, hay una ilustración de dos músicos con un rabel en cuyo clavijero hay talladas cabezas de animales. Eran rabeles sin arco, pero esos testimonios del siglo XIII también han servido para trazar la (algo) incierta historia del rabel, un viejo instrumento de origen persa cuya supervivencia se mantiene en Cantabria.

Alguna vez, el uso de un instrumento que saltó de la corte al pueblo y sus tabernas se extendió primero y olvidó después por toda España. Cantabria es el único lugar donde se conserva el rabel “de una manera más o menos firme”, según Fernando Gomarín, aunque el historiador limita su arraigo a la parte alta. Y Campoo es uno de los pequeños reductos. En su ensayo El rabel, instrumento músico-folklórico, Gomarín escribe: “Algunos pueblos de Campoo tienen en la actualidad un hombre que tañe el rabel, y es admirado por sus paisanos, siendo a vista de ellos mejor que ningún otro”. Fidel González Peña es ese hombre en Proaño, y esa inquietud es la que le mantiene al corriente con la anecdótica cuota de la Asociación Campurriana del Rabel. Junto al resto de miembros ha grabado Rabel, sigue la tradición, y ha tocado y cantado al unísono en escenarios de Santander, Guadalajara, Santiago de Compostela o Bruselas. “Siempre he cantado bien”, admite frente a un diploma que cuelga de la pared y revela el premio en un San Mateo de hace 70 años con sus once primos. A todos, por cierto, les ha regalado un bolígrafo de madera de abedul con una base de haya.

Esa pericia que le hace cantar tonadas le acompaña desde su época de monaguillo en el que devolvía al cura, en sus despistes, el hilo del Pange Lingua. A Fidel le sigue brotando la música (“Pange, lingua, gloriosi/Córporis mystérium”), aunque se lamenta de que ya no pueda tocar el rabel por la artritis que le agarrota los dedos, “y los dedos son los que te mandan”. Pero en su empeño o amor se levanta de nuevo del taburete, da unos pasos y regresa con un instrumento algo desafinado que empieza a frotar con el arco. Un sonido agudo, un largo maullido, satura el segundo piso del local y sus audífonos. Tras unos breves instantes acompasados por las cuerdas y su voz, apoya el instrumento en los muslos y dice que no puede continuar: “No puedo hacer lo que estoy haciendo”.

Pero sí puede fabricarlos. Lo hace con madera de abedul, siguiendo las viejas costumbres que aprendió con su padre, a quien acompañaba al monte Bayantún para talar abedules con una curva que aprovechaban para hacer albarcas. Él dice que conoce todas las maderas, sus virtudes y defectos, sus propiedades y sus rasguños. Nadie le mostró sus secretos. “A mí no me hizo falta que me enseñaran mucho, lo veía enseguida”, afirma por enésima vez, aunque admite que un tío contribuyó a ensanchar las nociones que le permitieron construir rabeles. Porque un rabel no se “fabrica”, sino que se “construye” siguiendo las indicaciones de Emilio Jorrín:

Tronco de abedul, madero,

te han cortado en buena luna,

pero tienes que curar primero.

Su trabajo como constructor, pues, es tan minucioso que siempre graba una de las estelas de Lombera en la tapa y suele desafiar las convenciones y la literatura al incorporar alma al instrumento, es decir, la pieza que une las dos tapas y que no deja que el instrumento vibre con la misma libertad. El atrevimiento le ha generado discusiones y críticas. No usa tripas de gato como cuerdas, como le contaba su abuelo, sino cable de freno de bicicleta o cuerdas de violín, que le endulza los oídos al pellizcarlas, ya que los cables “no pronuncian” y su sonido solo sirve para acompañar. Tampoco fabrica instrumentos de hojalata o piel, como los que guarda en su colección y cuya antigüedad llega a alcanzar dos siglos. Son auténticos tesoros.

Fidel no sabe cuántos instrumentos ha hecho en su vida. Deben de ser muchos los que ha despachado, regalado a sus nietas cuando han llegado a cierta edad y guardado en el taller y en su casa. A veces su mujer se lo echa en cara y él, buscando asistencia, le dice que hace lo mismo que los ciclistas, que usan una bicicleta y tienen cuarenta. Esas discordias son solo el suave reproche de alguien que no siempre apoya los escarceos de su marido con la madera, aunque los días que está perezoso o el frío le desinfla el ánimo, le anima a que baje al taller. Ella sabe que es la mejor receta; él, que ella es la mejor mujer.

Entre el pueblo y los recuerdos

En Proaño, bajo las pieles blancas del Pico Liguardi y el Pico Cornal, hay una torre, medio centenar de habitantes y una nueva publicación. Fidel se ha deshecho del coche en junio y no visita su pueblo con tanta frecuencia, aunque su colaboración con un amigo “licenciado en no sé qué” ha confluido en Proaño. Historia, vecindad y costumbres ancestrales de un pueblo de la Hermandad de Suso. Ese amigo es Luis Ángel Moreno Landeras, un coleccionista y etnógrafo que ha ido acumulando cientos de objetos y artilugios que exhibe en El Pajar. Luis Ángel empezó a acudir con frecuencia a su casa para buscar, en la memoria portentosa de Fidel, recuerdos en vías de extinción. Esas eternas conversaciones se sucedieron hasta el rubor, pues Fidel no estaba muy seguro de que sus confesiones tuvieran categoría suficiente para disolverse en tinta. Pero accedió después de que el coleccionista le dijera que si él supiera la mitad de lo que él sabía, no le molestaría.

Fidel aún recuerda la primera tarea: 400 nombres de fincas, caminos o lugares que un antiguo alcalde le había entregado. Luis le pidió que le dijera dónde estaban y Fidel, fiel a sus recuerdos y a Proaño, y ante el estupor del amigo, comenzó a describir incluso la forma de muchas de las fincas. Le recitó linderos del pueblo, como el de La Planchada, que divide Naveda, Espinilla, Ormas y Proaño. Le dijo que Ormas y Proaño tiran para el norte y que allí hay un hito con tres cruces en forma de 'D', metido en un prado. Hacia delante, continuó de carrerilla, hay una subida en medio de la pradera y un hito, que es como una persona, una piedra cuadrada, enclaustrada en el terreno de Ormas. Fidel le contó una leyenda que explicaba por qué el hito se salía de la línea: cuando hicieron los linderos en Proaño, le dijeron a un vecino que, si movía la piedra, le dejaban a él esa finca. De allí, para arriba, continuó en su relato, en El Riguero, hay un prado al que llaman La Ballesta y en el que, al fondo, hay una cruz...

Todo eso fue desmenuzando Fidel González Peña. Proaño, al fin y al cabo, son sus raíces y las escenas en su memoria a pesar de que hubo intentos de sacarlo del campo y los arados para que trabajara en la fábrica, pero esa artillería persuasiva no funcionó de inmediato. Hasta cumplir los 35 años, pasó sus días y sus noches entre ovejas, nieve y pajares, fatigando las vegas y brañas de Campoo, durmiendo en puertos junto al ganado, arreglando tejados y buscando pastos frescos. Cuando finalmente se instaló diez kilómetros río abajo, a orillas del río Híjar, había acumulado un profundo conocimiento de la comarca y pudo sobrellevar la distancia, como si fuera una piedra que libera el calor después de todo el día al sol. A partir de entonces, “trabajando feliz” en Cuétara, no dejó de emplear su tiempo libre en tallar madera, en acudir a ferias y romerías en las que bailaba y vendía rabeles, en rastrear madera por los pueblos, en regresar a los vívidos recuerdos de Proaño. “Los de antes”, afirma con nostalgia, “sabían mucho aunque no supieran nada. Lo que pasa es que no se les hace caso”.

Fidel es ahora uno “de los de antes” a pesar de que hable en tercera persona y que los de antes ya no sean los mismos. A pesar, incluso, de que a estas alturas siga sin enfundarse un adjetivo o nombre de gran porte. Él prefiere atarse su mandil oscuro, ahondar en el amor por la madera y naufragar en el inmenso espacio entre una albarca y un rabel. Son sus días: se levanta por la mañana y el esqueleto se le atasca. Pero al subir por la escalerita de su taller, recapitular su biografía y encender la radio, el alto voltaje de su pasión por la madera le enciende de nuevo la vida. “Si en algo podemos servir…”, sugiere a la salida del taller, aunque antes de despedirnos y doblar la esquina con paso articulado, masculla una de esas advertencia de las de antes: “Mentiras no, cosas buenas”.

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