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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Los músicos de Leningrado

Javier Fernández Rubio

Les voy a presentar a Vera Serguéievna Kostrovítskaia, Vera para los amigos. Esta mujer, rusa, nació en 1906 y murió en 1979. Este último dato es importante porque muchos de los que la acompañaron en vida no llegaron a viejos. De su trayectoria pueden destacarse varios hitos, a modo de mojones en el camino: era sobrina de Apollinaire, de ascendencia polaca como ella, y en 1916 ingresó en la Academia del Teatro Imperial, en el entonces denominado San Petersburgo. Fue una mujer admirable, así, sin paliativos. Trabajó en el Teatro Marinski (Kirov) y su marido fue purgado por Stalin. Tuvo una segunda vida como especialista en ballet y ópera fuera de la Unión Soviética. Pero traigo aquí a colación a Vera por ese tiempo en suspenso en el que ella vivió y sobrevivió el sitio de Leningrado, una experiencia bélica espeluznante que duró tres años y acabó con 600.000 de sus convecinos en la década de los años 40.

Vera no era especialmente fuerte, ni especialmente astuta. Ella debió de sucumbir como tantos otros, pero tenía algo que la hizo especial y que, como ella dejó escrito, hizo que sobreviviera. Era una mujer-testimonio (lo llamaba su “rico mundo interior”). Trabajaba y buscaba alimentos como los demás, pero dedicaba mucho tiempo a observar y dejar por escrito su testimonio. Ella es una de las muchas mujeres que levantaron un monumento documental a la epopeya de la población. Su observación y su piedad con los demás impregnan sus escritos.

Uno de los apuntes más memorables e interesantes de su diario trata de unos peculiares vecinos que tuvo. En el Leningrado de los bombardeos, las temperaturas extremas y el hambre, Vera observaba desde su ventana de un quinto piso la casita de dos plantas de enfrente. En ella habitaban seis músicos de la marina y día a día dejó constancia de cómo estos seis hombres capeaban el temporal. Al igual que ella, ellos hacían algo más que procurarse alimentos: hacían música, para sí y para los demás.

"A menudo tocaban en casa -escribe-, con el abrigo puesto y sentados sobre sus catres. Normalmente empezaba el clarinete, fijando una melodía, después las dos primeras trompetas la repetían y finalmente se unían el trombón y la flauta. El tambor, cuando podía, desempeñaba el papel de director".

Algo ha de tener la música que saca lo mejor que llevamos dentro y hace del hecho de vivir en condiciones extremas algo más llevadero. Ellos tocaban para sí mismos pero también para los demás, del mismo modo que ella se dedicaba a escribir. No dejaría de ser surrealista cómo en una ciudad en donde la nieve caía mansa y las personas morían sentadas en los bancos del parque, la música circulaba por las calles.

De tanto observarlos, fue testigo de su declinar, que era también el declinar de todos. Aquellos músicos eran una metáfora del afán de supervivencia del ser humano y del aporte que hace el intelecto para sobrellevar las penalidades.

"¿Les quedaba a estos músicos alguna reserva de comida? [...] De todos modos, ellos seguían tocando. Pero cuanto más silenciosa se volvía la ciudad, más débil sonaba su música. El primero en callarse fue el bajo, después dejó de oírse la flauta y, como si estuvieran paralizados por el frío, el tempo de los clarinetes y de las trompetas se ralentizó...".

Se asomaba a la ventana y allí estaban, sentados en sus catres tocando sus instrumentos, aunque la melodía se perdiese como un gramófono que pierde fuerza.

"[...] Una trompeta solitaria tocaba con indecisión un fragmento de la melodía y se callaba; algunas veces perdían el ritmo y los platillos tocaban a destiempo. Después todo se extinguía".

A mí este relato siempre me dejó perplejo. ¿Qué se dirían entre ellos si es que se decían algo? ¿Qué les impulsaba a erguirse y tocar en una habitación a 40 grados bajo cero, sin burzhuika (pequeña estufa), sin botas de fieltro, sin comida durante semanas? Tal vez no hubiera utilidad en lo que hacían, ni siquiera ya animaban al vecindario, tan patética debía ser a esas alturas su música sin fuelle, pero ellos creían que eso era lo que debían hacer. Era un gesto, pero un gesto valeroso. Entre lo que a uno le conviene y lo que uno cree que debe hacer media un abismo en ocasiones y ellos tocaban porque creían que era lo que debían hacer. Volvemos al relato de Vera, corriendo las semanas:

"El único que aún podía tocar yacía boca arriba y estaba tan delgado que se distinguía su largura, pero no su volumen. A su lado, en el catre, yacía su trompeta. A veces se sentaba y acercaba el instrumento a los labios. Era lo único que podía ofrecer a sus compañeros en vez de calor, fuego o pan. Sin embargo, se trataba de un gesto valeroso. Varios de ellos empezaban a agitarse, animados durante un momento, y después se apaciguaban de nuevo en los catres".

Creo que en determinadas circunstancias de nuestras vidas tenemos esa opción entre lo que nos conviene y lo que somos. Es comprensible elegir lo que conviene porque somos humanos y tenemos necesidades, pero lo admirable, lo que verdaderamente hace que seamos nosotros mismos, es cuando ponemos en consonancia lo que somos y nuestras decisiones. Y esto es válido para todo: para ir trabajar, para relacionarse, para votar, para todo. Y como verán, el resultado escapa a nuestro control. No se trata de hacer las cosas por el resultado, se trata de hacerlas porque no podemos hacerlas de otra manera, como esos músicos de Leningrado que inmortalizó Vera.

"Dejaron de salir a la calle. Pero un día que la ciudad soportaba unas temperaturas extremas de -40 grados, dos de ellos salieron al patio. Estuvieron largo rato colocando sobre un trineo infantil una pequeña figura envuelta en un abrigo de la marina. Había muerto el de menor tamaño, el más débil. Jadeando por esa carga tan ligera, pero a la vez tan pesada, las dos siluetas, que caminaban curvadas como dos ancianos, se arrastraban hacia el crepúsculo, tirando el trineo tras de sí".

Y así acaba el relato de Vera, sin darnos más detalles sobre los marineros que tocaban la trompeta, el clarinete, el tambor, el trombón y la flauta; aunque su final, trágico y emocionante, fue tal vez lo único que dio sentido a sus vidas.

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