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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

No estropeen la postal de La Magdalena

Vista de la antigua calle General Dávila bautizada como Paseo de Altamira hace unas semanas.
30 de noviembre de 2025 21:49 h

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La alcaldesa de Santander no quiere que el recuerdo del campo de concentración que hubo en La Magdalena contamine la idílica memoria que han fabricado para el Palacio que corona el recinto: los veraneos reales. Ni siquiera supusieron dos décadas de historia que se explotan como si esto fuese Balmoral, la residencia campestre de la reina de Inglaterra. Porque, en contraste, lo de reivindicar para el edificio el espíritu de la Universidad de Verano de la República, de Pedro Salinas, siempre se les ha atragantado un poco por ese binomio intelectual y cultural que tan poco frecuentan en sus referencias más limitadas a frivolidades, entretenimiento y espectáculo. Así que cumplimentan con más honores a los efímeros habitantes de estío de sangre azul, que a los más de 90 años de presencia de la UIMP, con quien les ha costado siempre mucho más identificarse.

Desde la alcaldía de Santander se han tomado la molestia de presentar alegaciones -en nombre de todos los santanderinos- a la iniciativa de declarar el recinto del Palacio de la Magdalena como lugar de memoria democrática, puesto que albergó el primer campo de concentración del franquismo a inspiración de los nazis que hasta se desplazaron a Cantabria para instruir a los guardianes locales de la dictadura.

La alcaldesa milita en una notoria contradicción. Por un lado, dice que la iniciativa es ofensiva y que genera división y enfrentamiento. Por otro, ella misma mantiene rótulos franquistas en las calles y cuando la justicia le ha obligado a cumplir el acuerdo del pleno y retirar algunos nombres de exaltación de la dictadura, ha arremetido contra el fiscal echandole la culpa del agravio en una carta dirigida a sus vecinos.

Es decir, que a Gema Igual le parece estupendo que las calles de Santander nos recuerden todos los días al General Dávila y Camilo Alonso Vega, pero muy mal si a partir de ahora un cartel en Caballerizas recuerda que allí hubo un campo de concentración inspirado y aplaudido por los señores que hasta hace dos días tenían una calle en la ciudad. Con su protección y complacencia.

50 años de pervivencia de los símbolos franquistas no la han ofendido lo más mínimo, porque considera que no hay que borrar la historia. La de un bando, quiere obviamente decir. Y, casualmente, la de quien -a l a vista de sus concesiones y decisiones- comulga con sus intereses. Inexplicablemente, por cierto, cuando ella es una representante demócrata que ocupa un cargo público y que no debería hacer guiños a la dictadura ni utilizar dobles varas de medir amparándose en una falsa neutralidad que siempre la ha decantado hacia un lado oscuro.

En cualquier caso, la pataleta contra la decisión de declarar Lugar de Memoria Democrática la ha justificado en un califícativo mayúsculo, histriónico: dice que esta iniciativa es un “atropello del Gobierno de España a la ciudad y a los santanderinos”. Cosa que, al parecer, no fueron ni el golpe de estado de Franco y los cuarenta años de represiva dictadura.

Ella prefiere vivir en los recuerdos de postal de aires reales, por mucho que la monarquía que pasó por aquí para divertirse en verano tampoco fuese muy edificante.

Cincuenta años después, ahora que estamos de conmemoraciones, conviene reflexionar sobre la transición con menos medallas y dosis de autocomplacencia. Si fue un éxito en lo político -no volvimos a las armas- quizá también, en paralelo, habría que admitir cierto fracaso civil y social de un fenómeno que lejos de resolverse con la receta que se aplicó -silencio y olvido- ha creado otro efecto más perturbador. Que personas como la alcaldesa Gema Igual tengan un relato infantilizado y adulterado de aquella etapa. Y que las nuevas generaciones tengan la impresión de que la dictadura no fue tan mala y que Franco, aunque asesinó a mucha gente, no lo hizo tan mal.

Cinco décadas después se puede analizar el fenómeno, dejar de aplaudir y empezar a trabajar para reconstruir la verdad, sin almíbar. Porque la solución de echar tonealadas de silencio y olvido sobre las cunetas no curó las cicatrices, siguen abiertas las grietas de la memoria y de la injusticia avivadas ahora por la indecente banalidad con la que se mira hacia ese pasado negro.

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