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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Nudismo y monarquía

El naturismo tiene décadas de tradición en España. / ALBERT YAM

Jesús Ortiz

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El 16 de agosto de 1984, mañana hará 34 años, un cura párroco encabezó a un grupo de vecinos de Cangas de Morrazo que, con palos y estacas, amenazaron a unos nudistas acampados cerca de la playa de Barra, mientras la policía municipal desmontaba sus tiendas y la Guardia Civil estaba por allí. En el orwelliano 1984 el nudismo llevaba 15 años practicándose en la playa de Barra y había sido autorizado recientemente por el Gobierno Civil competente, el de Pontevedra.

El relato del asunto que hizo El País nombró a un cura de otro pueblo, no al que realmente participó. El periódico rectificó públicamente ese error en cuanto tuvo noticia (en la edición dominical, de circulación muy superior a la de los demás días de la semana), pero el cura mencionado en la primera información demandó a la periodista María José Porteiro y a la empresa editora de El País por intromisión en su honor.

De este modo el asunto estuvo bailando unos años y ocupó unos cuantos titulares. Los curas, policías y jueces de la Transición eran los mismos de la Dictadura, como sabemos. Así que condenaron a los demandados, que recurrieron a la siguiente instancia judicial, que ratificó la condena, y así sucesivamente hasta llegar al Tribunal Constitucional, a cuyos miembros, presumiblemente, no les había quedado más remedio que leer la Constitución, y por fin la periodista y la empresa quedaron exonerados en una sentencia del 21 de diciembre de 1992.

La de Barra, como muchas otras playas nudistas, no tiene un acceso demasiado fácil porque cuando la gente empezó a bañarse desnuda en España no lo hacía en las playas mayoritarias, más conocidas, sino en las más recogidas o inasequibles. Nunca hubo nudistas en el Sardinero, sino en Covachos, por poner un ejemplo próximo.

A pesar de ir a sitios recoletos, quienes se desnudaban entonces compartían el espacio con los textiles, la gente que usaba bañador. Al principio, la situación siempre era tensa, y hubo varios incidentes: no se llegó a las estacas, pero en varias ocasiones los nudistas hubieron de vestirse ante la actitud amenazante de grupos de textiles que esgrimían el sorprendente argumento de que «había niños». Pero la cosa acabó normalizándose y en la playas del Norte los nudistas y los textiles compartían espacio, a diferencia de las de otros lugares donde cada playa era para unos o para otros, pero no se permitía la mezcla.

Más o menos por la misma época otro periodista de El País recorrió las capitales españoles, haciendo relatos ligeros, divertidos de lo que veía para su suplemento de verano. No he conseguido encontrar el artículo que dedicó a Santander, pero recuerdo que expresaba su sorpresa: «Aquí son todos fascistas —era aproximadamente lo que escribió—, pero vas a las playas y están todos desnudos». Y, quitando la exageración propia de la escritura humorística, la cosa se aproximaba bastante a la verdad. Lo del fascismo venía porque delante del Ayuntamiento estaba la estatua de Franco montado a caballo (él sí, completamente vestido); único ejemplar todavía visible, creo, de una serie que se colocó en varias ciudades.

Ya no somos fascistas. Fuimos los últimos en retirar la estatua esa, tras Madrid, Valencia y El Ferrol (entonces «del Caudillo»), pero ahora somos monárquicos convencidos. Amamos tanto la monarquía que en Puertochico ondea una bandera monárquica que casi podría verse desde Pontevedra los días de bonanza. Es una bandera de matrimonio, como la de la plaza de Colón en Madrid; así los veraneantes capitalinos pueden sentirse como en casa.

Pero da la impresión de que al tiempo que nos hemos ido quitando del fascismo, también lo hemos hecho del nudismo, como si el periodista de entonces hubiera encontrado un vínculo profundo e insospechado entre ambos ismos. Hace unos días fui con mi familia a la playa asturiana de Torimbia, que todos los años aparece en las listas donde los periódicos recomiendan playas nudistas. Lo merece, desde luego, porque es hermosísima, aunque no sea especialmente fácil llegar a ella. Muchos años de nudismo la han convertido en uno de sus emblemas reconocibles, y no solo en España. Pero el otro día no lo parecía: había menos gente desnuda que en bañador.

Ya habíamos visto el mismo fenómeno en otros sitios. Ocurre que en la playas tradicionalmente nudistas, donde siempre se permitió su presencia, los textiles ahora parecen ser abrumadoramente mayoritarios, como en los tiempos heroicos. La diferencia es la falta de tensión, menos mal; los textiles no tienen problema en que los demás se desnuden y hay niños de ambos campos jugando juntos sin que a nadie le parezca mal.

Pero da qué pensar esta vuelta a los bañadores. ¿Existirá un vínculo profundo e insospechado entre los trajes de baño y la monarquía?

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