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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Playas, las de aquí

Un domingo de playa en Santander.
19 de agosto de 2020 06:30 h

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La playa en verano es de los grandes inventos. La prueba es que le gusta a todo tipo de gente y a una generación tras otra. Es cierto que a lo largo de la vida no se la aprecia del mismo modo; creo que cuando más se disfruta es de niño, ¿hay algún niño al que no le guste la playa? Si un niño imagina el paraíso, seguramente tenga forma de una playa en verano y una tortilla de patatas. Es una felicidad modesta, al alcance de muchos, pero no por ello menos lograda.

No todas las playas son iguales. Las de aquí son excelentes por la arena fina, muy envidiada por muchos visitantes. La mayoría están orientadas al norte, pero unas cuantas apuntan al sur, como la de la foto, y no faltan las que enfrentan la salida y la puesta de sol.

De mayor aprecias que sea compatible con otras actividades que harías en casa, como leer. Y aprecias mucho las ventajas de la playa cuando en casa puedes tener todas las ventanas abiertas sin que entre ruido, porque todo el mundo está…, en la playa.

Es decir, que de adultos, nos sigue gustando. Pero de niños era maravillosa. Ni siquiera te molestaba mucho que la tortilla o la ensaladilla rusa tuviera arena. (La tortilla y la ensaladilla rusa son las comidas prescritas, ineludibles, para un día de playa. Seguramente eso explique que no haya vestigios de que la gente comiera en la playa antes del descubrimiento de América).

Lo que sí te molestaba, muchísimo, eran las tres horas que había que dejar pasar entre la tortilla y el siguiente chapuzón. Eran tres horas eternas. Pero sagradas: si te bañabas antes podías sufrir un corte de digestión y ahogarte. No era broma; entonces todos los años se ahogaba un montón de gente en la playa por corte de digestión. En mi familia se contaba repetida y amenazadoramente la historia de un médico local muy conocido: tras rescatar a alguien que se estaba ahogando, le preguntó a qué hora había comido. Había sido un rato antes. El médico, furioso, le grita delante de todo el mundo:

—¡Si lo llego a saber, dejo que te ahogues!

A mí me molestaban muchísimo las tres horas, pero tenía pesadillas con lo que podía pasar si no las respetaba. Estaba chapoteando en alta mar (a mitad de camino entre la playa y el Gran Sol, según mis cálculos de entonces; a unos ocho o diez metros de la orilla, según los de ahora, un poco más fiables) y sentía cómo unas tijeras me cortaban la digestión, por en medio de la tripa. Inmediatamente empezaba a ahogarme, sangrando por el corte, y gritaba pidiendo auxilio. Al momento se juntaban voluntarios dispuestos a rescatarme, el médico aquel el primero, y mi madre, que lo era de once, les quitaba la idea a gritos:

—¡No le saquéis, que se ha metido sin permiso! ¡Le falta media hora para las tres!

Y entonces los voluntarios, con el médico a la cabeza, hacían un gesto de desprecio y se iban a jugar a las palas hasta que pasaran las tres horas. Yo me ahogaba mucho antes.

Cuando había sobrevivido a muchas pesadillas pasó algo importante. De aquella los domingos también teníamos que esperar tres horas después de comer cualquier cosa para ir a comulgar. Esto se controlaba escrupulosamente; aquí no había peligro de corte de digestión, pero era un pecado mortal, lo cual era todavía peor.

Un buen día el Papa anunció que a partir de ese momento bastaría con una hora de ayuno antes de comulgar. Parece que Dios era partidario de la comunión y había querido facilitar las cosas.

Los médicos se enteraron por esta vía de que se habían hecho cambios de última hora en el aparato digestivo de los humanos. Por entonces los médicos, como el resto de la población, recibían muchas de las noticias más importantes a través de la jerarquía católica. Ya existía la revista médica The lancet, desde luego, pero nadie había oído hablar de ella, ni les hubiera servido de nada porque no sabían inglés.

En las playas fue una fiesta. Los médicos no quisieron ser más papistas que el Papa y relajaron la abstinencia. No es que se dejaran de ahogar unos cuantos, qué le vamos a hacer, pero ahora era porque la gente no puede respirar debajo del agua, hecho este observado desde antiguo con tal inquebrantable regularidad que uno se resiste a llamarlo científico, pero perfectamente asumido por todo el mundo. No más centenares de muertes por cortes de digestión cada verano.

Han pasado años, mis pesadillas han cambiado de argumento, y muchos médicos saben inglés, así que leen The lancet y tienen una información tan buena como los médicos del resto del mundo. Pero los más inteligentes entre ellos no dejan de escuchar a la jerarquía católica, porque saben que hay noticias que llegan más directamente por esa vía.

Por ejemplo, la de que la vacuna contra el coronavirus se hace con fetos abortados. Lo sabemos gracias al cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares. Que él lo sepa por comunicación directa del Espíritu Santo o por la vía jerárquica habitual no importa demasiado, porque la Iglesia es una organización seria, y no permite que se engañe a las ovejas de Dios en su nombre. «La eucaristía es el antídoto contra el diablo», dice el cardenal, y le creo: fíjese en lo que la eucaristía consiguió contra las terribles tres horas de abstinencia acuática.

Así que gracias a Cañizares, el jerarca más elegante de la Iglesia, sabemos lo que está pasando con la vacuna. The lancet no se ha enterado, queda claramente en retaguardia, que es lo peor que le puede pasar a un medio de comunicación. Les está bien empleado, por anglocabrones y por protestones. Digo, protestantes.

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