Quizá la buena de Michelle se enfurruñase un poco leyendo esto pero, en mi opinión, el concierto de los Rolling Stones en La Habana ha sido todavía más significativo que la visita del presidente Obama a la isla. El tiempo dirá lo que ambos episodios traen como consecuencia, pero es cierto que soplan aires de cambio mezclados con la brisa del Malecón.
Les decía que el concierto de los Rolling me parecía especialmente significativo porque tiene tanto simbolismo o más que la visita de un presidente norteamericano. Obama ha traído buenas palabras, como cualquier visitante de estado, pero muy pocos hechos. Es verdad que ha recorrido La Habana vieja y se ha zampado un solomillo en un paladar, pero se ha mostrado evasivo con el final del bloqueo y ha puesto cara de sueco cuando se ha mencionado la palabra Guantánamo. Por otro lado, tampoco ha tocado demasiado las narices a los Castro, especialmente cuando Raúl se puso flamenco en aquella rueda de prensa exigiendo una lista de presos políticos.
Los Rolling, en cambio, reflejan demasiadas deliciosas contradicciones para dejar de anotarlas después de su auténtica visita de estado a uno de los últimos reductos del comunismo más rancio y casposo. En primer lugar, Jagger y sus amigotes han tenido la suficiente visión como para darse cuenta de que este concierto tenía una dimensión histórica, una traca final del bloqueo, un último paseo en ese cadillac del 59. Realmente otros quinientos artistas hubieran tenido más lógica que los británicos, casi contemporáneos a los Castro y también casi tan caducos como ellos.
Seguramente en su caducidad reside parte de su grandeza porque ese es otro de los elementos simbólicos del concierto. Los Stones son una leyenda mítica, eso es innegable, pero incluso para un fan como yo de Sus Satánicas Majestades, está muy claro que están ya más acabados que el chandal de Fidel.
En el corazón de un castrismo que ya se va por el desagüe, hay algo de poética nostalgia ver las cabriolas de un vejete como Jagger que sigue arrugando sus morritos gracias a un olvidado pacto con el diablo. El rock es irreverente, provocativo, insumiso y por eso el jumpin´jack flash con el que los Stones abrieron el concierto es esa lengua larga asomando por la boca en un gesto de burla.
Pero el rock es para jóvenes, no para abueletes ricachones, que no afinan la guitarra por menos de un millón de dólares la noche. Por todo ello me cuesta juntar en una sola imagen esa sombra rockera que viene a gritarle a los Castro lo mismo que gritaron en los sesenta y setenta en Londres o en Nueva York -cuando Fidel todavía se ponía el uniforme verde oliva- con esa otra fotografía de Jagger a la sombra de una sombrilla entre la jet set de Saint Barts.
Y un aplauso final para la profesionalidad de la banda, no solo por sustentar su propia leyenda a base de golpes de mano históricos sino también por su fuente inacabable de inspiración por mucho que no se salgan del guión de satisfaction. Aquí rompo una lanza a favor de Jagger porque esos brincos de saltapraos sobre el escenario de la Ciudad Deportiva de La Habana no se ejecutan a base de anfetas sino de entrenamiento y coach personal.
Quién sabe, quizá dentro de unos años volvamos a ver a sus Satánicas Majetsades ofreciendo un concierto en Corea del Norte delante de un Kim-Jong-un con el pelo largo y chupa de cuero gritando en un trabajado inglés: it’s only rock’nroll… but I like it.
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