Por iniciativa de la UNESCO , este pasado lunes celebramos el Día Internacional de las Bibliotecas, en horrorizado recuerdo de que en esa misma fecha la biblioteca de Sarajevo fue pasto de las llamas. Me pidieron que recomendase un libro y supongo que la primera tentación fue ponerme intensito y recordar algo ligado a mi profesión, no sé, alguna diablura de Ferdinand Saussure o quizá una tronada de Edward Bernays o Marshall McLuhan sobre la comunicación de masas. Pero afortunadamente me contuve a tiempo y me decidí por algo mucho más manejable; aconsejé releer 'Los tres mosqueteros'.
Porque supongo que todo el mundo lo ha leído, o al menos conoce la historia, pero entiendo que una lectura más madura, más actual y más reposada, ofrece una cierta clarividencia sobre el texto de Alejandro Dumas.
Además, está el lado histórico de la obra, ya que cuando Dumas la redactó, no lo hizo con el formato de un libro, sino por entregas, que publicaba el periódico 'Le Siècle'. Muy pronto suscitó el interés de toda clase de público, incluso de un alto número de analfabetos, que se acercaban a las tabernas para rogar a algún ilustrado que leyese en voz alta el nuevo capítulo que traía más noticias sobre las hazañas de los mosqueteros.
Una vez que uno respira esta atmósfera, le pasa por delante de los ojos toda la historia y enseguida se da cuenta de que en 'Los tres mosqueteros' está la vida entera. Está la juventud de D’Artagnan, el amor de su madre envolviendo un ungüento sanador que le ayude en París, el cariño paterno escribiendo una carta para el capitán De Trèville que le abra a su hijo la puerta del cuartel de los mosqueteros.
Está la ilusión por una vida mejor, el viaje a la ciudad de la luz en busca del destino. Está la amistad, la lealtad y el coraje en esos aceros que se cruzan cuando gritan a coro que uno es para todos y todos son para uno. Está la pasión en los ojos azules de Milady de Winter, la traición en el conde de Rochefort, el maquiavélico plan en el anillo cardenalicio de Richelieu. Y el amor en la dulce mirada de madame Bonancieux.
Supongo que a lo largo de mi vida he intentado ser cada uno de ellos. Fui un joven D’Artagnan saliendo de Santander camino de una ciudad de provincias para unirme a la hermandad de los periodistas, enemigos irreconciliables de la guardia del cardenal. Probablemente fui Porthos, cuando pasaron algunos años y partí en busca de la belleza. Y ya en mi madurez tuve una época de torturado Athos, refugiado entre libros en el castillo de La Fére. Lo que no he sido aún es Aramis, porque aunque me pregunté por el sentido de la vida, nunca me asaltaron las inquietudes religiosas ni he sentido la llamada de la fe. Pero quién sabe, nunca digas de esta agua no beberé… ni este cura no es mi padre.
Supongo que ahora ya no estoy para cabalgar hasta Calais y cruzar el canal de la Mancha para pedir ayuda al duque de Buckingham y advertirle de la traición de Milady. Pero aún tengo esgrima en el brazo como para entretener a los esbirros de Richelieu y darle tiempo a D’Artagnan para recuperar los herretes de la reina.
El libro, como cualquier otro viaje, no queda definido por su llegada al destino, ni por el baile de palacio, ni las centellas que salen de los ojos del cardenal; el libro es el camino, las páginas que nos trajeron hasta aquí y las que nos quedan por leer hasta escribir el último capítulo.
Por cierto, a pesar de ser enemigos acérrimos y batirse en duelo hasta tres veces, D’Artagnan y el conde de Rochefort acaban por hacerse buenos amigos. ¿Será que nos espera alguna sorpresa final?
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