Vivo en el barrio toledano de Santa Bárbara. Es un barrio antiguo, con historia. Historia contemporánea, pero historia. No es muy bonito. Es como un pequeño pueblo levantado sobre cuestas, separado del Casco Histórico por el río Tajo y con su propia vida. Después de la Guerra Civil comenzaron a asentarse aquí familias enteras de toda índole. De muchas de ellas, ahora solo quedan los abuelos. Hubo años en que el barrio tuvo muy mala fama. Cuando me mudé aquí y se lo decía a la gente que conocía, muchos me miraban raro. Pero a mí siempre me pareció un barrio ideal, muy parecido a aquel en el que me crié en Torrejón de Ardoz y a otros donde he vivido en Madrid.
Esa primera generación que se vino a vivir aquí se ha juntado en los últimos años con la de nacidos y nacidas en los años 70, que vinimos en el nuevo siglo buscando precios de la vivienda más baratos que los de Madrid u otras ciudades, cuando comenzó la burbuja inmobiliaria. Es normal ver por la calle, en las tiendas de productos frescos, en el supermercado, en las peluquerías, a gente muy mayor y gente muy joven al mismo tiempo. No hay, o al menos yo no le he visto, un vínculo muy grande entre ellos. Cada uno hace su vida. También los antiguos bares del Parque de Viguetas fueron sustituidos por otros que ahora ocupan jóvenes familias. Con el cambio climático, hasta en febrero las terrazas estaban llenas. El tapeo es excepcional. La vida es estupenda en esos momentos.
Yo no he sido muy social en este barrio. Mi trabajo es frenético, apenas deja tiempo, y durante muchos años también tuve que ir y venir de Madrid. No he tenido tiempo apenas de conocer a mis vecinos y vecinas. Sí a los de mi portal, pero poco más. A todos los que conozco son colegas de mi profesión que se han mudado aquí, pero no a la gente “de aquí”. Aún así siempre he sentido como mío el ruido del barrio. De furgonetas, de motos, de las terrazas de los bares, del tapicero, del afilador, del melonero, de los padres jugando a dejar caer los carritos de sus hijos por las pequeñas cuestas o de los jóvenes que no saben dónde meterse para darse un homenaje. Y siempre lo he observado desde el balcón y la ventana de mi salón. Tengo la suerte de vivir en un tercero, el más alto del bloque, que debido a la cuesta de la calle, es como un quinto o un sexto piso en cuanto a las vistas. Veo decenas de tejados y terrazas, y lo escucho casi todo.
Ahora miro el reloj constantemente por la tarde todos los días. Espero impaciente a que lleguen las 20.00 horas. Es cuando todos esos vecinos y vecinas con los que nunca he hablado, y que yo creí que no tenían vínculo ninguno, comienzan a aplaudir, a vitorear, a aporrear lo que sea para hacer llegar su cariño a todos los trabajadores que siguen al pie del cañón en estos días de alarma. Desde hace un par de días, una de ellas se ha hecho con un megáfono y quiere que todos cantemos ‘Resistiré’. A mí me da mucha vergüenza, pero ayer al final lo hice. Otra grita todos los días, sin falta: “¡Viva la gente buena que hace cosas por los demás. No os canséis de aplaudirles!”.
Reconozco que no aplaudo demasiado. Es porque necesito escucharlos y porque trato de identificarlos a todos desde mi ventana. A esa hora se va haciendo de noche y no consigo verlos bien, pero ya tengo algunas caras. Todavía no sé qué haré con este registro visual mío. Pero creo que servirá para algo. Supongo que para darles las gracias algún día. O simplemente para saberlo. Por si alguna vez alguien falta. Tampoco sé si ha muerto alguien en mi barrio. Si alguna vez, por la calle, o mientras corría a coger el autobús, he mirado o me ha sonreído alguien que ya no está.
Esto no es una cárcel. Podemos salir a comprar, a pasear a los perros, a hacer algún recado de urgencia. No es tan difícil salvo por ese resorte mental que nos pide abrazar y tocar más que nunca cuando nos prohíben hacerlo. Y aunque no es una cárcel, los ruidos cotidianos se han apagado. Así que escuchar a mi barrio es un regalo para mí. Para mí, que me paso la vida tecleando al lado de esta ventana sobre problemas que a ellos muchas veces ni les van ni les vienen. A mí ellos ahora me van y me vienen. Me quedo con sus aplausos y ‘bravos’ quitándome la niebla de los huesos cuando un día he sabido de la muerte de varios conocidos, de padres y madres de mis amigos. De la misma edad que muchos de ellos.
Si no aplaudo es porque necesito escucharlos. Porque mi barrio vive, se encierra y resiste. Y yo con él.
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