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La no-ciudad del automóvil

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Hace poco hablaba en estas mismas páginas de un modelo de ciudad que nos obliga a movernos continuamente y de nuestra costumbre de utilizar el automóvil para casi todo. Hoy voy a hablar de la que, a mi juicio, es la consecuencia más negativa de este exceso, que no es el despilfarro económico, ni la polución, el ruido, los atascos o los atentados paisajísticos, sino la progresiva desaparición del espacio público como lugar de encuentro.

La esencia de lo urbano no es una acumulación de edificios y actividades en un entorno más o menos reducido, sino el espacio público flexible y ubicuo que los conecta, en el que nos encontramos todos, no solo cuando salimos de nuestro cubículo particular o familiar con esa intención, también, y sobre todo, cuando tenemos encuentros casuales.  Si este espacio se deteriora, la esencia del modo de vida urbano que hemos conocido desde el neolítico desaparece.

No descubriré nada si recuerdo que el origen de nuestra civilización está íntimamente relacionado con estos lugares en los que, voluntaria o involuntariamente, intercambiamos ideas, experiencias, inquietudes o mercancías, de ahí que ciudad y civilización compartan una misma raíz latina. También es interesante constatar que el teléfono, los correos electrónicos o las videoconferencias no han sido capaces de sustituir a los encuentros físicos casuales cuando se trata de aportar nuevas ideas o hacer crecer culturalmente a los individuos. Por eso todas las empresas que pretenden innovar organizan periódicamente eventos y diseñan espacios de trabajo que favorezcan los encuentros entre sus empleados.  

Pues bien, cuando nos movemos en coche en el interior de una ciudad, este espacio de intercambio simplemente desaparece. En las autopistas, o en los simples carriles de circulación rodada, solo podemos entrar protegidos por una cápsula con ruedas con el único objetivo de teletransportarnos de un aparcamiento a otro, pero estos lugares no permiten los intercambios personales ni los  encuentros casuales.

La velocidad y las exigencias del tráfico rodado ni siquiera son compatibles con la contemplación y el intercambio visual a escala humana. Solo es posible la comunicación visual unidireccional a escala de cartel de autopista, y en consecuencia, solo serán viables las actividades de tamaño suficiente para colocar esos carteles. El resto está condenado a llamar nuestra atención desde la pantalla del teléfono móvil compitiendo con las grandes tecnológicas, es decir, a desaparecer. La ciudad ya no es cobijo para nadie.

La primera sensación de cualquier conductor primerizo es de empoderamiento, nuestro coche nos permite llegar más lejos con un esfuerzo mínimo, ampliar nuestros horizontes. Los fabricantes lo saben, por eso hacen anuncios enseñándonos lugares remotos que nunca hemos visitado, y que estarán a nuestro alcance cuando adquiramos el último modelo de la marca, pero cualquier automóvil es también una caja de metal que nos aísla y hace cada vez más difíciles los encuentros con nuestros vecinos.  En el fondo nuestro horizonte personal no se amplía con el uso del automóvil, más bien se reduce, y si pensamos en el colectivo, el futuro se estanca, porque toda civilización depende de la calidad de los intercambios entre sus individuos para progresar.  

Las infraestructuras ligadas al uso del automóvil completan la destrucción del espacio urbano compartimentándolo en celdas de las que cada vez es más difícil salir si no es sobre ruedas.  Cualquiera que tenga mi edad recordará lo sencillo que era desplazarse a pié por cualquier ciudad grande o pequeña. Tampoco había barreras entre el campo y la ciudad. Ahora nos sentimos encerrados en barrios rodeados de autopistas y las calles son cada vez más inhóspitas, especialmente para los más pequeños, porque están diseñadas en función de un artefacto que parece pensado para aislarnos de todo lo que nos rodea.  

Si queremos que el modo de vida urbano sobreviva, tendremos que liberarnos de la tiranía del automóvil.

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