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El barrio de la pedanía donde tengo mi residencia sólo consta de una calle principal (como una de esas callecitas típicas por las que la gente pasea los domingos), más otra pequeña calle paralela, subsidiaria, donde crece un pequeño y frondoso pinar. La casa que habitamos mi media naranja y yo, convertida en pequeña villa, fue un aula rural, cuando en este barrio había población rural y los chiquillos y las chiquillas se pasaban todo el día juntos. En el núcleo del lugar, de siempre hubo una escuela, que aún persiste, donde, en la granada época de Franco, niños y niñas estaban separados. En esta aula, sin embargo, críos de uno y otro sexo convivían académica y armónicamente.
Ahora en este conjunto no hay nadie integrado en un censo propiamente rural; salvo el vecino pastor, joven nicaragüense que ocupa en permanencia un mísero habitáculo pegado al aprisco. En la actualidad estas casas pobladas por antiguos campesinos hoy sólo se utilizan para organizar barbacoas los fines de semana. En tiempos hubo aquí, además del aula, un variopinto colmado que surtía a los moradores de perentorios menesteres, desde ultramarinos a tabaco, desde hilos a sellos postales. Y la amplia casa de los señores hoy es ruina que vagamente sugiere el muy abrupto desnivel clasista.
Y es que ahora, como escribe Luis Landero, “los campesinos de ahora son todos medio urbanos”; pocos trasnochan en la aldea y desde la ciudad un buen número se desplaza rápidamente hacia los campos. Para moverse por el terreno lo hacen en polvorientos autos vetustos, con antiguas matrículas, aún identificadoras de la provincia, aunque luego algunos de ellos también posean audis o mercedes relucientes. Ninguno de mi estirpe me ha legado tierra, siendo yo totalmente urbanita. Aunque, por circunstancias familiares, conozco bien la genuina y densa convivencia rural acaecida en los tiempos en los que prolíficamente se desarrollaba sobre una España difícil.
Una tía de mi padre, Adelina, también era urbanita. Socuellamina, trabajó en Madrid como doncella en casa de unos ricachones, los Costi, prósperos terratenientes amigos de don Pablo Garnica, presidente del Banco Español de Crédito. Gracias a que mi tía habló con el banquero, mi padre pudo colocarse como bancario desde muy jovencito, y así siguió hasta su jubilación. Cuando la rica familia se trasladaba a sus posesiones de la provincia de Ciudad Real, a un cortijo que llamaban ‘El Quinto’, entre Villamayor de Calatrava y Cabezarados, al lado de las antiguas minas de San Quintín, a mi tía se la llevaban para servir a los señoritos en esas estancias. Allí Adelina conoció a Felipe, un alto y fornido vaquero, deliciosamente analfabeto, e inocente como Alberto Caeiro (sólo le faltaba el sentir poético del maestro de heterónimos pessoanos); se casaron y mi tía no se movió del Quinto hasta que un día murió su Felipe, tan sereno en el sueño de una siesta.
Yo fui, de niño y adolescente, en numerosas ocasiones a la finca, con mis padres y sin ellos, llevado muchas veces por mi abuelo, hermano de Adelina. Al principio, tardábamos desde Toledo en llegar más de doce horas, yendo primero, muy temprano, a la estación de Algodor en taxi, luego cogiendo el rápido de Badajoz (que paraba ¡una hora! en Ciudad Real para comer). Llegábamos a Puertollano y teníamos que aguardar otro buen lapso hasta tomar una viajera que nos llevase al Quinto, finalizando el viaje al atardecer. Luego, con el 850 de mi padre, sólo tardábamos unas dos horas en llegar.
El inmenso patio de la hacienda acogía incontables dependencias: graneros, pajares, garajes, corrales, las pequeñas viviendas de los muchos empleados que trabajaban en el gran pago que la vista no alcanzaba a ver entero. Algún horno, un aula diminuta, una capilla con su espadaña y su campanita. Después los cambiaron, pero los pastores vivían todo el año en chozos. En el centro del patio, siempre la leña amontonada en varios haces. Al lado de la verja una fuente y un gran perrazo soñoliento. Sólo en la casa de los señores fluía el agua corriente y había lavabo, baño e inodoro. Los demás hacían sus necesidades en orinales y en una escondida higuera, limpiándose el ojete con un canto. En las viviendas (algunas no tenían suelo de baldosas, únicamente tierra apisonada), lo más visible era la cantarera. Yo he cargado al burro con los cántaros en las alforjas para ir a llenarlos con la rica agua de la Huerta, distante a un par de kilómetros.
Las migas que preparaba mi tío Felipe estaban de rechupete. Mi tía Adelina era una excelente cocinera. Nada de pueblo tenía esta mujer. Su acento al hablar era tan distinguido como el de la señora. No sabía escribir, pero sí leer, devorándose las “holas” que mi madre le llevaba. Pasar el verano en el Quinto para mí era una gran delicia. Allí potencié mi vena poética. Mi tío Felipe, que, entonces, inconsciente, me invitaba a fumar aún siendo yo tan joven, al verme con libros y papeles, decía, socarrón, pero lleno de orgullo hacia el sobrino: ¡Se te van a volver los sesos agua! Había detalles sórdidos. Por claros indicios pude sospechar que los señoritos usaban del “derecho de pernada” con algunas lustrosas mujeres de sus pobres asalariados. Cuando llegaba el carnicero a vender desde Villamayor, las mujeres escondían en el halda algún pedazo de buena y cara carne temiendo la crítica de los “señorutos”, como los llamábamos mi primo y yo. Una vez se quemó un campo y el dueño miró a los otros tenso, sospechando del hermano.
Había un cuarto comunitario para ver la televisión, donde mi tío pellizcaba cándidamente a las más mozas en el transcurso de los programas de Jaime Morey. Y los domingos por la tarde se celebraba la misa en la pequeña capilla; el cura venía de Villamayor o Cabezarados y los señores presidían la ceremonia desde su reclinatorio especial. Aquí, en la aldea donde resido los veranos, también ese culto vespertino del sábado es el asunto que congrega a todos sus moradores, el propósito que les hace lucir sus mejores galas y, al pronunciar el sacerdote el “Ite missa est”, dirigirse fraternos a juntarse al bar. Remedando a Tip y Coll, pronto ¡hablaremos de la Iglesia!
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