El amor de Xavier, el anciano que saluda cada día a su mujer con Alzheimer a través de una ventana
Un anciano, vestido con americana y corbata, está sentado en un taburete en medio de la acera. Frente a él, el ventanal de la planta baja de un geriátrico. El hombre saluda hacia adentro, hace muecas, sonríe y coloca la mano sobre el cristal. Desde el interior, una mujer, también pegada al vidrio, mantiene una mirada extraviada, aunque de vez en cuando la fija en quienes merodean por la calle y, muy especialmente, en su visitante, que ahora le enseña una rosa.
–Carmen, que hoy es Sant Jordi. ¡Sant Jordi! ¡El día de la rosa! ¿Me quieres? Ai, senyor…
Esta escena, aunque sin la rosa de Sant Jordi, tiene lugar casi cada mañana en la calle Ripollès, en Barcelona, frente a la Residència Geriàtrica. Es la fórmula que ha encontrado Xavier Antón, de 90 años, para seguir estando cerca de su mujer, Carmen Panzón, de 92, después de que la pandemia obligase a las residencias de mayores a prohibir visitas. Desde hace unas semanas, con los residentes vacunados ya se permite el acceso a familiares, aunque en esta se siguen restringiendo a una visita a la semana. Y esto a Xavier le sabe a demasiado poco.
“Yo vengo siempre que puedo, a eso de las 11.00, que es cuando ya están vestidos y desayunados. Los trabajadores ya me conocen y me sacan el taburete”, explica el hombre. Suele pasar allí algo más de una hora. Hoy, sin embargo, ha tenido que venir por la tarde, porque antes tenía cita con el dentista. “Le pongo la mano en el cristal, le lanzo besos, hago ver que me caigo, rezamos el padrenuestro… Y a veces se ríe”, relata Xavier. Hoy lleva además una rosa. “Nunca hemos sido de celebrar grandes cosas, pero Sant Jordi, sí. La rosa siempre”, asegura.
Carmen sufrió un ictus hace diez años. Aquel episodio le dejó secuelas en el habla y en el razonamiento, cada vez más deteriorados. Luego le diagnosticaron Alzheimer. La vida en pareja de ambos, que había durado 66 años, se empezó a hacer insostenible. “Le adapté una barandilla en el pasillo, pusimos escalones para salir a la terraza, pero era muy peligroso. Un día se cayó y se rompió la nariz”, relata el hombre. Así que la mujer ingresó en el centro hace tres años. “Los primeros días yo estaba muy triste… Suerte que estaba solo en casa, porque daba vergüenza”.
Mientras no hubo pandemia, Xavier la visitaba casi a diario. Salían a pasear, ella con la silla de ruedas. Pero la COVID-19 lo cambió todo. Un día de marzo, estando él en la sala con su mujer, la directora le avisó de que se despidiese por un tiempo porque iban a prohibir las visitas. Y desde entonces ha puesto un pie en el centro en contadas ocasiones, las más recientes y el paréntesis que hubo entre la primera y la segunda ola.
Al margen de las visitas, lo cierto es que a Carmen sí le permiten salir a dar una vuelta con él, pero un día ella se cayó y se lo desaconsejaron. Desde entonces la saca alguna vez a la semana con una acompañante. Y, mientras tanto, sigue con estas particulares visitas a través del cristal. Una bonita estampa en medio de la calle que captó la atención hace unos días del fotógrafo Pol Rius. Este se interesó por la historia de la pareja y su testimonio se publicó por primera vez en un reportaje en 'El Diari de la Sanitat'. A partir de ahí, han sido varias las televisiones que se han acercado a conocerles, hasta el punto de que esta semana fueron portada de la edición digital del 'New York Times', gracias a unas fotos que les hizo el fotoperiodista Emilio Morenatti para 'The Associated Press'.
“Dicen que somos virales, ¿no? Yo de eso no entiendo mucho, pero en Instagram me han dicho que hay millones de visitas”, se ríe el hombre. A él, reconoce, se le hace un poco extraño que la imagen de su matrimonio se haya convertido en una suerte de símbolo del amor en tiempos de pandemia. Pero tampoco le desagrada. “A mí no me supone ningún problema, y si sirve para que dejemos de hablar todo el día del virus y de los muertos, pues me vale”, razona. Este jueves, explica, su vecino se presentó en su casa con la foto del 'New York Times' enmarcada, de regalo.
–¡Carmen, hola! ¿Me ves, verdad? ¡Mira qué rosa!
Xavier hace un paréntesis en la entrevista y vuelve a golpear el cristal. Ella a veces no le corresponde, pero él sabe que le reconoce. Lo sabe, asegura, porque Carmen cambia la cara cuando aparece por primera vez. Y porque a veces le sonríe. “Eso no lo ha perdido. Cuando ve a un familiar, lo demuestra. Un día, añade, vino un sobrino de Huesca que hacía siete u ocho años que no veíamos y, cuando entró, se le lanzó a los brazos”, explica.
La relación entre Xavier y Carmen tiene hasta un inicio que parece de novela rosa. Según cuenta el hombre, se conocieron en el baile de las fiestas de Huesca, en 1953. Él, de Barcelona, era trompetista de la orquesta Gené Quim. Ella, que también vivía en la capital catalana, estaba pasando el verano en el pueblo. “Fue un flechazo. Es que es así”, resume Xavier. Él le dio el teléfono y ella, que trabajaba en una pastelería en la Gran Via, le devolvió la llamada al cabo de unos días. Se casaron en 1955.
Tuvieron dos hijos, aunque ninguno vive hoy en Barcelona. Al cabo de unos años, Xavier colgó el instrumento y se dedicó a la publicidad: “Yo diría que hemos sido un matrimonio feliz. Nos hemos respetado mucho y no hemos tenido grandes aspiraciones, como eso de ir de cruceros, o viajar mucho. Ahorramos para tener un piso y no nos ha faltado de nada”. Hasta hace unos años, solo habían estado separados al inicio, durante el tiempo –unos seis años– en los que Xavier estuvo de giras intermitentes por Europa, explica.
A estas alturas, el hombre no esconde que le gustaría seguir con su mujer en casa. “La echo de menos”, insiste. “¿La ley de la dependencia? Yo de política no entiendo mucho… Mira, yo sé que fui a una escuela de la República durante la guerra. Que tenía 7 años entonces. Allí nos daban libros gratis, transporte gratis, un trozo de pan con algo para desayunar… Todo eso está muy bien. Pero no te sabría decir mucho más”, se despacha.
La tarde va cayendo en la calle Ripollès y dentro del centro alguien ha decidido poner música. Suena 'Dos gardenias para ti' y un trabajador, ataviado con algo parecido a un EPI –solo en la parte del cuerpo– se pone a bailar con una de las residentes. En la sala de estar que se vislumbra a través del ventanal, una docena de personas mayores echan la tarde alrededor de una mesa, tarareando las canciones y observando a la pareja que baila. También a Xavier y a Carmen, que siguen a lo suyo, con sus muecas y sus golpecitos en la ventana.
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