Winter is coming… Esta escueta pero inquietante sentencia se repite de forma recurrente en boca de sus protagonistas en una las series televisivas de mayor éxito de los últimos años, Game of Thrones, basada en la serie de novelas de George R. R. Martin, A Song of Ice and Fire. Tanto en la serie como en las novelas, a medio camino entre el género fantástico, la épica medieval y las intrigas políticas palaciegas, la frase hace referencia al momento dramático en el cual se intuye que el fin del verano dará paso a un largo y difícil invierno: una estación helada de duración impredecible donde escasearán los recursos y todo se reducirá a una lucha por la supervivencia. Y son precisamente vientos helados los que parecen intuirse, a nivel historiográfico, a medida que nos acercamos al año 2014 con motivo de los actos institucionales organizados en conmemoración de los 300 años de la caída de Barcelona ante las tropas de Felipe V durante la Guerra de Sucesión, dentro de un clima político cada vez más polarizado alrededor del encaje -o la ausencia de él- entre Catalunya y España.
No me atrevería a afirmar que los últimos años hayan sido cálidos para la investigación y la divulgación histórica en Catalunya, pero actividades como el simposio organizado por el Centre d’Història Contemporània de Catalunya del Departament de la Presidència de la Generalitat, “Espanya contra Catalunya: una mirada histórica (1714-2014)”, anticipan un frío 2014 donde el debate historiográfico corre el riesgo de morir congelado a merced de un clima hostil. Con un título tan desafortunado como “Espanya contra Catalunya”, el simposio olvida dos de las máximas que acostumbran a acompañar al estudio de la historia. Por un lado, que los acontecimientos históricos no responden a un único hilo conductor de causa-efecto; es más, podemos llegar a comprender las causas necesarias -siempre múltiples- que explican una determinada consecuencia, pero nunca las causas suficientes -si lo supiéramos con exactitud no seríamos historiadores, seríamos matemáticos-. Y por otra parte, que no estudiamos conceptos o ideas abstractas, así sin más (España, Cataluña, el nacionalismo, el cristianismo, el socialismo…), sino personas (las clases dirigentes de tal lugar, los trabajadores de tal fábrica, los cristianos de una comunidad de base, los nacionalistas -de izquierdas o derechas- de tal país…), ubicándolas siempre en coordenadas de espacio y tiempo, y dentro de procesos complejos y contradictorios. De no ser así, el historiador se convierte en un profesional que opera con valores absolutos ordenados siempre de forma coherente, es decir, se convierte en un sacerdote.
El programa del simposio no mejora el título, con apartados que se mueven entre simplificaciones conceptuales como “La represión militar: el ejército sobre el país” (dando a entender que dicho ejército no representaba también intereses políticos y de clase de determinados sectores del propio país); con un romanticismo nacional más propio del siglo XVIII que del XXI, con títulos como “Contra el alma de un pueblo: la represión cultural” (si los pueblos tienen alma, ¿su espíritu nacional es imperecedero?); con equiparaciones superadas entre lengua e identidad nacional, como la sesión “Destruir la lengua, destruir la nación: la represión lingüística” (¿Catalunya es una nación por tener lengua propia o porque la gente tiene conciencia y voluntad de formar parte de una comunidad nacional?), y verdaderas historias de miedo, como “El hecho inmigratorio, ¿factor de desnacionalización?” (apartado que, afortunadamente, ya no se encuentra en la segunda circular del evento).
Ante las críticas, algunas procedentes de otro tipo de invierno -como es el nacionalismo español más reaccionario- y otras que suponen una auténtica bocanada de aire cálido (como las de historiadores como Francesc Vilanova o, en este mismo diario, Antonio Rivera), los organizadores del simposio se defienden con el argumento de que el historiador forma parte de una sociedad y debe comprometerse con ella y con sus problemas. Hasta este punto, no podría estar más de acuerdo. Los historiadores, como cualquier ciudadano, pueden comprometerse y posicionarse públicamente ante los debates políticos, pero, ¿Acaso también deben comprometer el resultado de su trabajo? En otras palabras, puede haber un historiador nacionalista, socialista o budista…, pero ¿Debería hacer también una historia nacionalista, socialista o budista?
Si el helado frío del invierno se cierne sobre nosotros, con el debate congelado por las ideas preconcebidas y los resultados fijados de antemano, lo que verdaderamente asoma es la negación del conocimiento histórico, de la discusión necesaria para llegar a una síntesis -siempre inacabada- que supere diferentes propuestas interpretativas impregnándose de los elementos cuantitativos y cualitativos más sugerentes de cada una de ellas. No podemos caer en una historia a medida, que hable por ejemplo de nuestro parlamento como el más antiguo del mundo -todo indica que es el Althing islandés del 930-, o una historia en busca de mártires a cualquier precio, aunque algunos tengan tan poco que homenajear como los hermanos Josep y Miquel Badia, o una historia que olvide episodios destacados simplemente porque no concuerdan con nuestro relato. Todos los pueblos tienen sus mitos y sus medias verdades que en demasiadas ocasiones tratan de confundirse deliberadamente con la historia para justificar una visión política, legitimar un orden de cosas o reivindicar un personaje que tomamos como modelo. Todos los nacionalismos lo hacen -ver la excelente obra divulgativa de Arsenio e Ignacio Escolar La nación inventada. Una historia diferente de Castilla- y, justamente por eso, el recientemente desaparecido Eric Hobsbawm alertaba a los historiadores de los riesgos que corremos al manejar este tipo de materiales en nuestro trabajo: “Los historiadores somos al nacionalismo lo que los criadores de opio paquistaníes son a los adictos a la heroína: Les suministramos la materia prima para el mercado”.
Al manejar materiales sensibles, que son la base no solo de construcciones políticas e ideológicas, sino de todo tipo de emociones, los historiadores debemos operar con todo el rigor y ciertas dosis de precaución, una precaución que no debe confundirse con miedo a polemizar y contrastar pareceres, sino como antídoto contra la temeridad. En estos momentos los historiadores deberíamos aportar a la ciudadanía elementos para que el debate político actual -y cualquier debate en definitiva- sea lo más rico y plural posible con las máximas herramientas interpretativas y los mínimos prejuicios. Lo contrario nos deja a solas con “nuestra verdad”, “nuestra historia”… En definitiva, más cerca del sombrío escenario descrito por el personaje de Petyr Baelish, alias Littlefinger, en Game of Thrones: “¿Sabes lo que es el Reino? Son las miles de espadas de los enemigos de Aegon. Una historia que acordamos contarnos una y otra vez, hasta que olvidamos que es una mentira”.