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La 'grandeur' evaporada del gobierno socialista francés

Xavier Febrés

El candidato del Partido Socialista Francés fue elegido en las urnas presidente de la República el año 2012 por lo que insinuaba de contrapeso a política de austeridad dictada por la canciller conservadora alemana Angela Merkel, una política ineficaz e injusta. François Hollande defendía otra de crecimiento incentivado por la administración pública sin aumentar más aun las desigualdades sociales. A los pocos meses de elegido, ofrecía el espectáculo de la vacilante marcha atrás en medidas de política fiscal redistributiva (una de las escasas salidas viables a la crisis) y cedía la popularidad demoscópica a su ministro del Interior, Manuel Valls, empecinado en roer votos al electorado creciente de la extrema derecha a fuerza de expulsar manu militari a cuatro gitanos del territorio francés como política más destacada.

El pasado mes de marzo Hollande nombró a Valls primer ministro, encargado de aplicar la criticada política de austeridad dictada en Europa por la hegemonía conservadora alemana. Manuel Valls acaba de remodelar estos días su primer gobierno, menos de seis meses después de formarlo, para expulsar al ministre socialista de Economía desfavorable a la política de austeridad y nombrar en su lugar un joven banquero procedente de la Banca Rothschild francesa, quien aplicará aquella política con fervor convencido.

Al día siguiente de la remodelación, Manuel Valls acudió a la universidad de verano de la patronal Movimiento de Empresas de Francia (Medef) para hacerse ovacionar repetidamente durante la intervención en que reiteró las rebajas fiscales previstas de 41.000 millones de euros a las empresas, salvo cuando pidió a los empresarios que no utilizasen esas rebajas para aumentar sus beneficios, sino para mejorar la competitividad y crear empleo. En este pasaje del discurso no sonó ningún aplauso.

El viraje de la política de Hollande y Valls en Francia confirma por enésima vez que los socialistas no tienen una política alternativa a la ortodoxia neoliberal de la derecha, pese a lo que pretendan en las campañas electorales. No solo no la tienen, sino que su papel ha sido decisivo para aplicar en todos los países donde han gobernado la ineficaz política neoliberal de austeridad, los recortes sociales, el favoritismo hacia las finanzas de los poderosos y la sumisión al dictado de Alemania, donde los conservadores de Merkel gobiernan precisamente en coalición con los social-demócratas.

El caso de Francia era especialmente sensible. Por sus dimensiones podía encabezar una alianza de países europeos contra la actual política alemana, a la que se habría sumado el gobierno italiano de Matteo Renzi. La reciente peregrinación compostelana de la canciller Merkel al lado de Mariano Rajoy no era ajena a este peligro. Los socialistas franceses tenían la posibilidad de liderar esa oposición europea, pero han preferido cesar a los ministros críticos que la defendían.

La principal alternativa a la inoperancia del gobierno francés de izquierda y a su connivencia de facto con la derecha es ahora el Frente Nacional de extrema derecha, en constante ascensión en las encuestas. El papel de la izquierda socialdemócrata o socialista en la gestión de la actual crisis de la desigualdad no debería servir tan solo para desacreditarla en las urnas, sino para reclamar más que nunca la necesidad del contrapeso frente a la engrasada maquinaria de los favorecidos por esa desigualdad.

La izquierda que hace la política de la derecha ha conducido a la actual situación. Recuperar los equilibrios entre los bloques de intereses sociales se revela más necesario que nunca, de ahí el éxito electoral repentino de movimientos como Podemos en España. En la Francia republicana, en cambio, la alternativa que sube contra la connivencia entre derecha e izquierda es la del Frente Nacional. La grandeur tiene sus altibajos.

El general de Gaulle decía: “Francia no puede ser Francia sin la grandeur”. Es una frase comodín, un sofisma, una sentencia polivalente como las que emitía el oráculo de Delfos. Nadie ha logrado saber exactamente qué significa la grandeur, la grandeza aplicada específicamente a este país. Todos los países tienen la suya, del mismo modo que sus pequeñeces. El concepto se ha convertido en un lugar común, una manera expeditiva de entenderse a propósito de la manía de grandeza, de la tendencia de algunos a hincharse, a dejar que se les inflame la autoestima y a creerse más inteligentes y agraciados que los de al lado. Cuando Manuel Valls asumió el cargo de primer ministre, soltó en el primer discurso, conmovido e impávido a la vez, suaviter in modo, fortiter in re: “Francia tiene la misma grandeur que tenía mi mirada de niño. La grandeur de Valmy, la de 1848, la de Jaurés, de Clemenceau, de De Gaulle, la grandeur del maquis. Por eso quise ser francés”.

Como es sabido, Manuel Valls nació en Barcelona, de padre catalán y madre suiza de habla italiana. Se crió en París, estudió Historia en Tolbiac (una facultad de la Sorbona) y a los 20 años se va nacionalizó francés. Su única hermana vive en Barcelona. Él es francés de convicción sin necesidad de una sola gota de sangre francesa, con mucha voluntad de hacer un determinado tipo de carrera política, para la que la invocación a la grandeur resulta indispensable, aunque vacía y engañosa.

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