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No olviden

José Mansilla

miembro del Obvervatori d'Antropologia del Conflicte Urbà (OACU) —

Dos de las cosas que han caracterizado la campaña electoral que acabó el viernes han sido, por un lado, su duración y, por otro, el papel de la memoria. En cuanto a su duración poco hay que aportar. Hay quien dice que la disputa parece haber durado meses, pero es que realmente ha sido así. Desde la irrupción que supuso Podemos en los últimos comicios al Parlamento Europeo, pasando por la efervescencia electoral de las municipales y la escala en Andalucía y Catalunya –con su interminable procés–, hasta llegar a hoy han pasado casi dos años. Se dice pronto. A esto hay que sumarle elecciones primarias intermedias, votaciones sobre propuestas y programas electorales, etc. No es que se haya hecho eterno, es que casi lo ha sido.

Puede que la otra cuestión, la memoria, haya pasado desapercibida, pero también ha estado ahí y con más importancia de lo que parece. En realidad, parte de la prolongada campaña ha descansado sobre la lucha por imponer una determinada visión de la realidad actual y, por tanto, por hacerse con las llaves del pasado.

El Partido Popular de Rajoy ha hecho esfuerzos ímprobos por recordar cómo recogieron el país de manos de Zapatero, le herencia recibida lo han llamado. A la llamada herencia recibida han echado, Mariano y los suyos, la culpa de las subidas –varias– de impuestos; la rebaja de las pensiones; las reformas educativas y las exclusiones sanitarias; el abaratamiento –casi regalo– del despido, etc. La herencia recibida ha valido para eso y para más. Para rescatar la banca, y por tanto al país, recortar el sueldo de los funcionarios o no ampliar los derechos recogidos en la Ley de Igualdad socialista. Como partido conservador, no podía ser de otra manera, para ellos la memoria es la herencia.

Por su lado, Ciudadanos es un partido de reciente creación. De hecho se podría decir que parte de su estrategia ha estado basada en presentarse como un partido sin pasado. Sin embargo, esto no quiere decir que no tenga memoria, propia y ajena. Ajena porque le ha recordado continuamente al Partido Popular sus casos de corrupción, que han sido muchos y muy sonoros, y que Mariano y sus secuaces han pretendido minimizar. Y propia porque los de Rivera han querido situarse en ese espacio difuso del centro político –en serio que a estas alturas todavía no sé dónde se encuentra– dejando de lado aventuras como la de Libertas, en las elecciones europeas de 2009, donde iba de la mano del ultraderechista francés Philippe de Villiers y presentaba como cabeza de lista a Miguel Durán, el cual estuvo imputado hace unos años por su gestión al frente de Telecinco. 

El Partido Socialista, o lo que queda de él, ha jugado también sus cartas en este sentido. Primero para rechazar el tema de la herencia recibida y luego para, mediante una pirueta mágica, para recodar que han sido ellos los que han realizado siempre las ampliaciones de derechos en la España democrática. La sanidad universal, las becas, la Ley de Dependencia, la descentralización territorial, etc. No podía ser de otra manera para un partido que se propuso transformar España de tal manera que no la reconociese ni la madre que la parió (Guerra dixit). No se han acordado mucho, es verdad, de otras perlas socialistas como la corrupción o la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución. Pero para eso está ahí el último de los protagonistas principales de esta historia.

Podemos tiene solo dos años pero este tiempo ha sido suficiente para hacerse con un sabroso currículum. El Partido de Pablo Iglesias –sí, porque parece que es suyo– surgió, como un huracán en enero de 2014. Desde entonces ha participado en varias elecciones, ha suavizado –y mucho– su programa electoral, ha tenido que dejar por el camino a alguno de sus dirigentes, ha sufrido altas y bajas de participación en sus procesos internos y ha sido casi omnipresente en cada tertulia, debate o discusión política habida durante esos meses. Como buenos gramscianos han sido los que mejor han comprendido que parte de la batalla política se basa en hacerse con los mandos de los temas a debatir e, incluso, diseñar el área donde se realiza la contienda: la lucha por la –ahora– famosa hegemonía. ¿Y qué es la memoria sino parte de esa hegemonía?

Alberto Garzón y su Unidad Popular han hecho también sus pinitos copando, quizás merecidamente, la memoria obrera, y partidos catalanes como Convergència han pretendido borrar parte de la suya rebautizándose como Democràcia i Llibertat.

En definitiva, la disputa por la memoria –por las memorias– ha estado ahí aunque quizás no nos hemos dado cuenta. No olviden tenerla presente cuando se dirijan a sus colegios electorales.

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