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El blog Opinions pretende ser un espacio de reflexión, de opinión y de debate. Una mirada con vocación de reflejar la pluralidad de la sociedad catalana y también con la voluntad de explicar Cataluña al resto de España.

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El rey de España y la estética de los catalanes

Lluís-Anton Baulenas

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El rey de España cumple setenta y cinco años. Felicidades. La relación de la corona española y del rey con Cataluña se ha basado siempre en los clichés. Un franquista algo avispado ya hizo lo mismo en su momento: todos recordamos la imagen de Pío Cabanillas, ministro de Información y Turismo, en 1974, retratado con barretina y porrón, intentando acercarse al alma catalana, aún en vida de Franco. Los catalanes son unos sentimentales, decía el añorado Paco Candel, en el sentido de que hacías el esfuerzo de hablarles en catalán y se te fundían en las manos. ¿Nos pierde la estética, de verdad, como afirmaba, categórico, Unamuno (él mismo, monumento al esteticismo necrofílico gracias a la fascinación que le provocó el “Viva la muerte” de Millán Astray)? La monarquía española parece haberlo entendido a medias: el rey de España, dentro del margen pequeño de actuación que le permite la Constitución Española, nunca ha superado los clichés, ni siquiera lo ha intentado. Ernesto Ayala Dip hablaba de ello esta semana en El País, pero no tenía en cuenta la afición a los clichés de los mismos catalanes: sólo hay que darse cuenta de la cantidad de baba de admiración que provocan las cuatro palabras en catalán que profieren los miembros de la casa real estando de servicio. Porque fuera de servicio, nunca. Alfonso XIII pidió a su heredero Juan que luchara siempre por la unidad de España. Y Juan de Borbón, en su testamento, hizo exactamente lo mismo con su hijo Juan Carlos. De modo que todo se parece bastante a una de las ideas maestras del testamento del mismo Franco: la obsesión por la unidad de España. La familia real española debería hablar con fluidez, después de treinta y ocho años de reinado, las lenguas de España. Obviamente, no es así. Si a mí me hubieran pedido la opinión habría implorado, por favor, que, ya puestos, no hablaran ni gota de catalán, nunca. Siempre en castellano. O en latín. La monarquía, per se, es anacrónica. Para la historia quedará la actitud del jefe del Estado respecto a la lengua catalana. El rey de Bélgica se puso enfermo para no tener que firmar la ley del aborto aprobada por el parlamento de su país. El rey de España no se puso enfermo para leer el discurso que le habían preparado sobre el hecho de que la lengua castellana nunca había sido vehículo de imperio o de imposición. Ya le pareció bien. Este enero, el rey de España cumple setenta y cinco años. Que los celebre con salud. Y si está recuperado, divirtiéndose de esta manera tan curiosa que tiene y que ahora ya conocemos. Pero para siempre quedará que su institución, pudiendo hacer muchísimo para la comprensión de la plurinacionalidad del Estado, no hizo casi nada. Y también quedará que muchos catalanes, ansiosos por ser buenos súbditos, no solo hicieron la vista gorda sino que interpretaron las cuatro migajas echadas al suelo como una previa de la comilona que luego nunca llegó.

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