Está escrito desde el primer día que la brusca apuesta independentista de Artur Mas socavaría las bases de las dos grandes fuerzas centrales y transversales de Catalunya –CiU y PSC— y abriría una inesperada vía rápida a las fuerzas extremas del arco político en clave nacional. Es decir ERC, CUP y, en el lado opuesto, Ciutadans. La última encuesta del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO), que en la campaña electoral del pasado noviembre contribuyó como pocos a alentar la ficción de una inminente “mayoría excepcional” de CiU que ratificaría a Mas como caudillo y abriría paso a la independencia por arte de birlibirloque, corrobora y amplía todos los indicios disponibles.
En el mejor de los casos, Mas pasará a la historia como el dirigente que se auto inmoló junto al invento creado por Jordi Pujol para hacerse con el poder y modelar la nueva Catalunya autónoma –o sea, CDC--, para dar paso a la gran epopeya del Braveheart catalán, con Oriol Junqueras en el papel del legendario rebelde escocés William Wallace, héroe de la primera guerra de independencia frente al rey Eduardo I de Inglaterra. Es decir, el inicio del proceso secesionista de Catalunya. Cabe precisar que no estamos en una película aclamada por los Oscar, sino en un escenario real en el que la fulminante combustión del statu quo político surgido del pacto constitucional de 1978 tiende de forma acelerada a llevarse por delante a sus principales promotores. Mas, el primero.
El síntoma Duran
La virtual salida de Josep Antoni Duran i Lleida como secretario general de CiU, anticipada por La Vanguardia a través de alguien tan próximo y entendido como su propio director, Pepe Antich, abunda en la tesis de la descomposición interna de CiU como fuerza vertebral de Catalunya, a raíz de la inesperada deriva secesionista adoptada tras el ya mítico 11-S de 2012. El ejercicio del poder, aunque sea en condiciones precarias, así como la aparatosa cacofonía interna que reina en el PSC, encubren de momento la erosión interna de la federación nacionalista. Pero aún no hemos visto casi nada de lo que está por suceder de aquí a la nueva cita del 11-S y, sobre todo, a partir de entonces. Esta vez, la cadena humana entre La Jonquera y Alcanar organizada por la Assemblea Nacional Catalana (ANC) en favor de la independencia, actuará inevitablemente de termómetro de la situación. De momento, la temperatura en CiU es de fiebre extrema.
La sombría encuesta del CEO, que vislumbra el entierro definitivo de la clásica bicefalia política catalana (socioconvergencia) surgida del final del franquismo, pilla a Artur Mas en lo más alto del trapecio, obligado por sus propios socios a comparecer ante el Parlament para explicarse sobre el caso Palau y el cobro de comisiones millonarias (4%) para financiar CDC. En todo caso, el sondeo explica el reciente lanzamiento de su ampuloso plan de legislatura con pretensiones de agotar el mandato al margen de las tribulaciones del proceso soberanista. Mas preveía una carrera de fondo y ha topado con una contra-reloj.
Unilateralismo versus pactismo
El “proceso” en cuestión camina hacia el punto de ebullición bajo la presión de movimientos contrarios. Por un lado, el deshielo con el Gobierno central, por razones obvias de financiación y los nuevos horizontes de la crisis económica, escenificado en el idilio entre el conseller de Territori i Sostenibilitat, Santi Vila, y la titular de Fomento, Ana Pastor. Por otro, la no menos visible estrategia de contención y salvaguarda frente al impetuoso secesionismo del líder de ERC, Oriol Junqueras. El duelo definitivo entre el viejo pactismo y el nuevo unilateralismo.
El resultado de esta acumulación de factores y la fuerte aceleración de los acontecimientos, reflejada en la fulminante evolución de los sondeos, es una incógnita que exacerba el clima de la incertidumbre. Una vez más, el barómetro oficial de la Generalitat revela la existencia de una mayoría (55,6%) de ciudadanos que se pronunciarían en favor de la independencia de Catalunya, un dato sin duda discutible como el de cualquier sondeo, pero imposible de ignorar en ningún sentido.
La gran cuestión es si el país tiene lucidez y paciencia para poder resolver esta pregunta en condiciones practicables y asumibles que garanticen en cualquier caso una convivencia libre, pacífica y sólida. ¿Dónde están los líderes capaces de administrar este desafío como respuesta al agotamiento de las convenciones de la transición? Confiamos que estén en alguna parte y, cuando menos, hayan alcanzado la mayoría de edad, ya que el asunto corre cierta prisa.