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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Colonialismo científico, desigualdad y ‘colonialsplaining’

Portada de Tintín en el Congo.

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Da gusto tener oportunidad de discutir, en el sentido más noble de la palabra, sobre lo que escribimos en la ventana de libertad que nos da Ciencia Crítica. Retomamos nuestro escrito sobre colonialismo científico publicado el 12 de Agosto tras la réplica realizada por Manzano y colaboradores, publicada en Tribuna Abierta el 19 de Agosto.  La réplica empieza con mal pie: se nos descalifica por miopes y por errar profundamente en la interpretación de lo que ocurre en la ciencia de los países en vías de desarrollo. Entristece el estilo, sobre todo porque existen numerosos puntos de encuentro entre nuestro mensaje inicial y la réplica en relación a los problemas que aquejan a los países en desarrollo. No se trata de escritos necesariamente excluyentes sino de análisis complementarios frutos de experiencias diferentes que podrían enriquecerse mutuamente.

Pero en la réplica no se optó por esta mirada. El artículo de Manzano y colaboradores tiene un paralelo claro con el concepto de ‘mansplaining’ (según Wikipedia, explicar algo a alguien, especialmente un hombre a una mujer, de una manera considerada como condescendiente o paternalista, traducido como machiexplicación o paternalismo condescendiente, según su reciente traducción al español). Sería un caso que podríamos calificar de ‘colonialsplaining’ (colonialismo condescendiente), en el que cuatro investigadores que trabajan en instituciones de antiguas potencias coloniales explican a quienes provienen, se han educado e intentan trabajar en los países a los que históricamente sometieron, expoliaron y desculturizaron, que los problemas estructurales e ideológicos heredados de dicha colonización no existen, y que sus ‘problemas reales’ son los mismos que los del ‘primer mundo’. Siguiendo con la analogía del colonialsplaining, es como si cuatro hombres escribieran un artículo para negar que las mujeres sufren una brecha salarial, argumentando que el problema real es que los sueldos están muy mal para todos – y asegurándose de explicar previamente que quienes mejor saben cómo les va a las mujeres son ellos, desde su “perspectiva de haber acumulado colectivamente más de 35 años” trabajando con ellas.

Resulta muy interesante que las experiencias distintas vividas por los autores del artículo original en Ciencia Crítica y los de la réplica en Tribuna Abierta hayan dado lugar a visiones tan dispares sobre los procesos que comprometen la investigación en países en desarrollo y, sobre todo, de sus causas históricas. La capacidad de identificar el origen de los problemas es, en buena parte, una cuestión de perspectiva. La nuestra está seguramente muy influida por haber evitado trabajar en instituciones cuya misión es perpetuar el legado de la historia colonial y la dominancia tecnológica de los países del privilegiado Norte global. Nos referimos a instituciones como, por ejemplo,  el Instituto Cervantes, que “atiende al patrimonio lingüístico y cultural que es común a los países y pueblos de la comunidad hispanohablante” y que por tanto responde a intereses nuestros como expotencias y no a los intereses de los países donde están sus centros. O al IPBO-VIB y HELSUS, dedicados a promover la transferencia de tecnología, formación e ideología desde sus centros a los países en desarrollo, generando con esa actividad una dependencia que asegura el correspondiente retorno para los académicos y empresas de los países que los financian. Argumentar que los problemas de los investigadores de países en desarrollo no tienen nada que ver con el legado histórico del proceso colonial y la desigualdad creada por este, y que se reduce a los mismos problemas que enfrentan sus colegas de países ricos, solo puede entenderse desde la perspectiva de este tipo de instituciones.

Pongamos un ejemplo sencillo. Un joven investigador proveniente de un país en desarrollo recibe un salario menor cuando realiza una misión en su país de origen, “para ajustar los salarios al nivel de vida local”; mientras que su compañero o supervisor, por ser originario del país rico que financia el proyecto (o tramita la financiación internacional correspondiente), recibe un complemento a su salario “para incentivar y remunerar adecuadamente el desarrollo de misiones (o cursos, o talleres de formación) en dichos países”. Un problema que no ocurre cuando se realizan misiones de trabajo entre diferentes países del “primer mundo”. Por desgracia abundan los ejemplos, como los relativos al efecto de la nacionalidad y la universidad de origen en la selección de personal investigador; o la predominancia de personal de los países ricos en los comités directivos de todas las fundaciones de ‘capacity building’, transferencia de conocimiento y ayuda al desarrollo (como muestra, recomendamos echar un vistazo al ‘board of trustees’ del IITA, organización de investigación para el desarrollo que busca soluciones al hambre, la pobreza y la degradación de los recursos naturales en África).

Solo desde la negación de los problemas ajenos, negación inherente a posiciones de privilegio, puede entenderse, por ejemplo, que se argumente como hacen Manzano y colaboradores que “los países con peor Índice de Desarrollo Humano cosechan peores resultados científicos” y solo “se genera … literatura gris” porque “casi toda la población subsahariana estudia en lenguas vehiculares ajenas a la familia lingüística de su lengua materna”. Al margen de la nula evidencia aportada para respaldar dicho argumento, resulta chocante que los autores no aprecien la conexión directa entre dicho problema y el origen histórico de dichas “lenguas impuestas”, que coinciden, precisamente, con las de las antiguas potencias coloniales. Parece una conexión obvia para quienes buscan “no confundir correlación con causalidad” tal como nos recuerdan en su réplica. En la publicación original, no hablábamos de malos resultados científicos y de literatura gris, sino que nos preocupaban las dificultades para el desarrollo profesional estable de investigadores locales con excelente trayectoria científica respaldada por numerosas publicaciones de excelencia.

Resulta paradójico que, en su énfasis por convertir los problemas de los investigadores de antiguas colonias en un reflejo de los suyos propios, Manzano y colaboradores presentan un listado de los problemas del maltrecho sistema de investigación español, problemas sobre los que hemos escrito extensivamente en esta sección. Aunque echando de menos que hubieran leído lo publicado en esta sección antes de lanzarse a una crítica así, es oportuno agradecerles la oportunidad de recordar que hemos escrito sobre la endogamia, “viejo conocido de los sistemas académicos españoles”, aquí, aquí y aquí. Debemos reconocer, no obstante, que nunca se nos habría ocurrido argumentar, como hacen Manzano y colaboradores, que el motivo de esta práctica nepótica, arraigada en muchas décadas de abuso de poder y corrupción, sea “el discurso anticolonialista y […] las alarmas por fuga de cerebros” – un argumento que confunde los procesos “subyacentes con las racionalizaciones utilizadas para justificarlos. Sobre ”la falta de atracción de talento no ya foráneo, sino nacional“ hemos escrito aquí, aquí, aquí y aquí. En relación a la ”sobrecarga de docencia en la universidad“ y su desigual reparto hemos escrito aquí y aquí. Y sobre la ”inversión insuficiente, por haber otras prioridades de dudosa rentabilidad“ hemos escrito aquí, aquí, aquí y aquí.

No ha ocurrido, sin embargo, que el tratamiento que hemos dado ya a estos y otros problemas nos haya hecho “omitir la reflexión sobre España”. Lo hicimos porque estamos convencidos de que los investigadores del “Sur global” enfrentan problemas derivados, en una buena parte, del colonialismo científico, que no pueden reducirse a todos los anteriores, y que, más que sumarse a ellos, los multiplican.

El marco actual de ciencia colonial moderna, reconocido por instituciones académicas y conservacionistas de todo el planeta, hace que el conocimiento científico en países de previos imperios sea considerado superior al conocimiento de países que formaban parte de sus excolonias. Resulta, de hecho, difícil evitar el sesgo postcolonial cuando se impulsan planes para el avance académico desde países desarrollados, independientemente de las buenas intenciones con las que se haga. Estos sesgos, ilustrados en el reciente debate entre Eichhorn y colaboradores y Roll y Meiri para el caso del campo de la biogeografía, indican que los sesgos inherentes a haberse formado y trabajar en antiguas potencias coloniales ricas permean tanto en la percepción de la importancia relativa de los problemas como la efectividad real de las medidas propuestas. No se trata de reducir el valor de la investigación de los laboratorios más importantes del mundo porque se encuentren en Oxford, Leiden o Minnesota. Simplemente resulta difícil que su investigación tenga una aplicabilidad directa al manejo de los ecosistemas estudiados cuando son estos laboratorios importantes los que plantean y diseñan los proyectos de investigación de los doctorandos o técnicos a los que dichos proyectos buscan “capacitar”. Esta aplicabilidad es especialmente baja cuando no hacen partícipes del diseño ni beneficiarios de la colaboración a investigadores de los países de origen, quienes de hecho podrían usar estos proyectos como plataforma de despegue para desarrollar su propia investigación. Como muestran Ana Malhado y colaboradores, el incremento en la capacidad investigadora de los países amazónicos no ha cambiado la relación de poder preexistente: los líderes de los grandes trabajos colaborativos sobre la región se siguen encontrando en países desarrollados.

Como revela este último ejemplo, los esfuerzos de formación e investigación dirigidos por instituciones de referencia en países desarrollados están fallando en la generación de un tejido académico verdaderamente independiente, y continúan perpetuando unas relaciones de dependencia colonial que, paradójicamente, esos mismos programas se comprometen a deshacer. Desde esta perspectiva, resulta fácil reconocer que lo mejor que podemos hacer los científicos de las antiguas potencias coloniales es aprender a echarnos a un lado, colaborar y ayudar a la formación dónde y cuándo se nos llame. Permitir que el mérito recaiga en quienes están haciendo el mayor esfuerzo, en condiciones mucho más difíciles, al pie del terreno. Ser aliados en la descolonización científica, como en varias iniciativas desarrolladas en África para una amplia variedad de disciplinas (que incluyen, por ejemplo, hacer frente al expolio continuado de datos genéticos), en lugar de erigirnos en líderes y caer en el tipo de ‘colonialsplaining’ que Manzano y colaboradores han plasmado en su réplica.

Ha costado mucho entender que debemos aprender a callar para dar la oportunidad a que quienes han sido silenciados históricamente puedan elevar la voz y asumir el protagonismo que merecen. Nuestra columna inicial buscaba poner sobre la mesa el problema del colonialismo científico, que por desgracia está aún muy presente y tiene consecuencias profundas para el desarrollo de la ciencia en muchos países. Recomendamos de nuevo la lectura del trabajo de Asha de Vos en la sección de Policy and Ethics de la revista Scientific American, que detalla mucho mejor que nosotros el marco conceptual de esta disfunción deontológica.

Parece importante señalar que el Prof. Carlos Espinosa, primer firmante del artículo original y de esta réplica, es un gran investigador de su país, Ecuador, tanto por producción como por liderazgo. Y es oportuno también destacar que los integrantes de este pequeño colectivo de Ciencia Crítica llevamos muchos años trabajando y formando investigadores en numerosos países de América Latina, África y Asia. Nuestro enfoque de las labores de formación y colaboración científica sigue un modelo de desarrollo de capacitación investigadora del país persiguiendo una descolonización genuina al empoderar al personal local y apoyarlos en el liderazgo de sus propios proyectos y publicaciones. Los investigadores en formación trabajan en el país de origen, con codirectores locales, sobre temas propuestos por ellos, y con los recursos y niveles de financiación de proyectos del país. Consideramos que nuestro papel como científicos externos debe ser transmitir conocimiento en áreas en que los países de origen tengan interés para el desarrollo de capacidades, pero siempre con la perspectiva de formar académicos que puedan trabajar en su país, con sus recursos y apoyados en sus capacidades crecientes. Hemos acompañado varios programas, como Ciencia sem Fronteiras en Brasil, que han seguido este sistema con éxito, formando académicos de proyección internacional que ahora trabajan en universidades y centros de investigación locales, creando escuelas y grupos de trabajo de nivel internacional con motivaciones y agendas de investigación locales. A pesar del desafío de reincorporar a los nuevos académicos para crear tejido investigador, a pesar de los errores y limitaciones lógicos de su implementación (ver por ejemplo aquí), y del brutal revés que han representado las devastadoras políticas del gobierno populista de Bolsonaro, este programa creó un tejido investigador que ha capacitado al país elevar el estándar de su sistema académico. Un avance que resulta muy difícil de deshacer incluso en los difíciles momentos actuales.

Planteábamos en nuestro escrito original, y lo seguimos manteniendo ahora, que se trata de ser aliados y no de pontificar acerca de los problemas de la ciencia en general, y en los países en desarrollo, en particular. Se trata también de dar un espacio a los investigadores de esos países en nuestros medios de comunicación para impulsar un diálogo cruzado. Nosotros tenemos ya suficiente espacio en nuestros propios medios de comunicación como para no dárselo a los que realmente han sido desfavorecidos por la historia colonial. Venzamos la tentación del paternalismo de los privilegiados y dejemos que expliquen ellos su situación.

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