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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Un pan como unas hostias

"Hacerse la víctima es como una droga", según Bret Easton Ellis.

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No está claro si la verdad es o no revolucionaria, lo que está claro es que es embarazosa. De eso todos nos damos cuenta tarde o temprano. Algunos, incapaces de manejarse con ella, simplemente la sufren. Otros le toman la medida e incluso llegan a utilizarla provechosamente. Cualquiera que trabaje con intenciones artísticas sabe que si su obra no contiene una mínima dosis de verdad —sinceridad, honradez, verosimilitud—, si no tiene la capacidad de incomodar a los hipócritas, a los santurrones, a los impostores, no vale un pimiento. Uno aún recuerda aquellos buenos tiempos en que tener sentido del humor, reírse de los demás conlos demás —y tomarse a uno mismo como modelo solía ser la manera más inteligente de hacerlo— era una virtud laica altamente apreciada, tanto como cualquiera de las virtudes teologales en su terreno. No era censurado el impertinente, el socarrón, el de las ocurrencias mordaces, salvo con un ocasional «te has pasado un pelín», sino el susceptible, el quejica, el llorón, aquel que recibía el apelativo de «moñas», que sospecho que ahora no está bien visto. A este se le solía reprochar algo peor: «¡Qué poca correa tienes, criatura!».

En estos momentos parece que nadie tiene ya correa, flema, inteligencia para detectar la ironía, soportarla y beneficiarse de las provechosas enseñanzas que suele encerrar. Los quejicas de antaño, aquellos a los que se les recriminaba su falta de aguante, ahora mandan. Ha quedado instaurada la obligatoriedad de exhibir sonrisas muertas, sentimientos flácidos y máximas recalentadas. Los arquetipos publicitarios han traspasado las pantallas y se han adueñado de la realidad. Nos declaramos felices cuándo y como toca, solidarios cuándo y como toca, tolerantes cuándo y como toca, y no porque lo seamos —a estas alturas ya nadie sabe cómo es—, sino porque toca mostrarse como toca y cuando toca, porque es a través de eso como accedemos al aprobado social. El humor ha desaparecido, el ingenio ha desaparecido, la franqueza ha desaparecido, el coraje intelectual ha desaparecido, la parresía ha desaparecido, y el arte no vale un pimiento. Todo eso ha ido a parar bajo las alfombras de esta cultura donde hemos embutido todo lo que nos molestaba. Ya no sabemos lo que hay ahí abajo, pero se resiste a morir y bulle de manera cada vez más convulsa.

La sacudida provocada por la pandemia ha dejado escapar parte de esa amalgama turbulenta, y seguramente es el preludio de sacudidas mayores. La «agenda de la actualidad» ha cambiado notablemente para ajustarse a problemas específicos, tangibles y urgentes que parecían olvidados o estaban condenados a un segundo plano, y hay que dudar que vuelva a ser la misma. El manifiesto publicado por Chomsky y compañía en Harper's Magazine el pasado mes de julio, y una bibliografía creciente, dan fe de que en algunos círculos ilustrados se extiende el convencimiento de que la revolución que algunos creen estar haciendo es un pan como unas hostias, un artificio sustentado en un lamento continuo del que se sienten ajenos la mayor parte de los ciudadanos, esos que tienen que lidiar cada día con problemas que un discurso reduccionista invisibiliza de un modo que no puede calificarse sino de temerario. Debajo de ese artificio hay una realidad que no desaparece por el mero hecho de que no la queramos ver. Eso simplemente nos impide conocer su verdadera dimensión. ¿Cuántas veces a lo largo de la historia hemos asistido a unanimidades que luego se revelaban impostadas y nos hemos visto enfrentados a un desastre que nadie parecía haber visto venir? Muchas, y esta puede ser una.

No está claro que unos cuantos puedan continuar hablando en nombre de millones de individuos a quien nadie consulta porque se supone que no hace falta, porque todos están —estamos— adscritos nolens volens a un colectivo identitario transversal pero milagrosamente homogéneo. No podemos seguir aplicando impunemente, a diestro y siniestro, el veto, la exclusión, el boicot o la «cancelación», esa versión moderna de la ley de Lynch. Y hemos de empezar a cuestionar seriamente el sistema taxonómico utilizado en la construcción de esta sociedad identitaria, estrictamente maniqueo, gracias al cual, por paradójico que pueda parecer, quien cae en el lado de los damnificados —entre los que, por cierto, no aparecen los parias de la tierra ni ninguna famélica legión— está de enhorabuena. Como dice Bret Easton Ellis en su último libro, Blanco, «hacerse la víctima es como una droga: sienta tan bien, recibes tanta atención de la gente, que de hecho te define, hace que te sientas vivo e incluso importante mientras alardeas de tus supuestas heridas, por pequeñas que sean, para que los demás las laman». Tal como lo describe parece que hable de niños de guardería.

Los encargados del negociado correspondiente ya se han ocupado de descuartizar al escritor tras acusarlo de reaccionario y diagnosticarle autoodio, que, al parecer, es la terrible enfermedad que padece todo aquel que se niega a identificarse de manera canónica con el grupo que le corresponde porque sí. Algo huele a podrido cuando caen automáticamente en desgracia los que, como Easton Ellis, un gay que reniega de la defensa corporativa de la homosexualidad «porque le parece alienante», se desmarcan del discurso dominante. Ahora mismo no hay espacio para una contracultura de izquierdas. Si los medios se hacen eco de las opiniones de Ellis y las de otros que van por ese mismo camino, aunque sea para reprobarlos, es solo porque piensan que todavía ejercen una fuerte influencia sobre un número significativo de lectores. En caso contrario habría caído sobre ellos un espeso manto de silencio. Ese manto que, pese a las apariencias, cubre ahora mismo a millones de seres en todo el planeta.

Nuestro hábitat social actualmente son las redes sociales, y no podemos dejar de darnos cuenta de que cada vez hay más gente condenada al ostracismo. Primero porque nadie utiliza esas redes para sincerarse, sino para fingir, para disfrazarse, para obtener un crédito social cada vez más indispensable no ya para ser alguien, que eso se ha convertido en tarea quimérica (hay un número excesivo de aspirantes y un cupo de admisión limitado), sino simplemente para sobrevivir. Y segundo porque no es verdad que todo el mundo tenga acceso a ellas. Al menos, no libremente y sin consecuencias. Todos los días se clausuran miles de páginas por publicar contenido «inapropiado». Hasta hace poco esa palabra nos repugnaba y habríamos combatido enérgicamente eso en nombre de la libertad de expresión, pero hoy cada vez más gente lo aplaude convencida de que se trata de una medida progresista, sobre todo cuando les cierran Facebook o Twitter a personajes previa y convenientemente demonizados.

En este contexto, no todo el mundo espera a ser desterrado, algunos lo hacen voluntariamente. El exilio interior se ha vuelto a poner de moda. Hoy el pensamiento se tienta la ropa antes de hablar, y la mayor parte de las veces guarda silencio, ya sea por razones de cordura o porque no encuentra dónde expresarse. La verdad es escondida pero también se esconde. Y no hay relativismo suficientemente grande para rebatir eso. Porque, pese a lo que afirma el tópico posmoderno, la verdad existe: todo el mundo sabe lo que es, aunque no sepa donde está. La cuestión siempre ha sido buscarla o rehuirla. Y ya que estamos utilizando conceptos tan escurridizos, digamos también que «pensamiento» no es otra cosa que la búsqueda voluntariosa de la verdad, y si va acompañada de la capacidad de dilucidarla y del coraje para asumirla, mejor. El pensamiento es decencia, no consiste en repetir letanías ni tampoco callar, aunque a veces lo aconseje la prudencia o parezca que el auditorio está vacío.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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